crítica de teatro

«Como si pasara un tren»: la profundidad de lo sencillo

María Morales, Marina Salas y Carlos Guerrero interpretan esta obra de Lorena Romanín, bajo la dirección de Adriana Roffi

«Como si pasara un tren»: la profundidad de lo sencillo teresa arilla

juan ignacio garcía garzón

Hace poco, tras el estreno de «Agujas y opio», un espectáculo de Robert Lepage incluido en la programación del Festival de Otoño a Primavera, comentaba con un amigo la compleja maquinaria utilizada por el creador canadiense para culminar una apuesta rebosante de magia tecnológica. Y concluimos que en el teatro cabe todo, desde un proyecto que demanda un opulento despliegue de medios y unas condiciones muy exigentes para su representación, a otros gobernados por el ingenio de la necesidad, precarios si se quiere, pero impregnados de la profundidad de lo sencillo: sirva de ejemplo otro montaje reciente, «Mysterious», a cargo de La Petiestable 12, compañía infantil del Aula Municipal de Teatre de Lleida. Con dramaturgia y dirección de Antonio Gómez, es una divertida y a veces escalofriante sucesión de pequeños cuentos crueles empapados de humor negro, que interpretan niños y niñas de doce y trece años con seriedad, eficacia, intención y entusiasmo admirables.

La sabia geometría de las emociones es menos sensible al presupuesto que a la verdad y la hondura, como demuestra, en esa línea de intensidad humilde en medios pero generosa en logros, «Como si pasara un tren», una pieza de la dramaturga, directora, guionista, cineasta y actriz Lorena Romanín (Buenos Aires, 1974) estrenada en la recién bautizada sala Margarita Xirgu del Teatro Español, y que impresiona por su fuerza y sensibilidad. En poco más de una hora, la autora perfila una historia de las que llegan al corazón de manera fulminante. Sin estrategias estrepitosas en pos del asombro epidérmico, Romanín coloca sobre el tapete a tres humanísimos personajes: Susana, una madre de pedernal (María Morales); Juan Ignacio, su hijo con retraso psíquico (Carlos Guerrero) y Valeria (Marina Salas), una sobrina de la primera, enviada a la ciudad de provincias donde transcurre la acción tras haber sido descubierta por su madre con un porro.

Triángulo atípico –literalmente tres en un sofá– en el que la presencia de la recién llegada subraya las fisuras de la situación cerrada en la que viven la madre sobreprotectora y el hijo de casi veinte años que actúa como un niño pero tiene muy claro lo que espera y desea. Valeria, próxima a cumplir los 18, rebelde y atónita por lo que vive y ve, aprende a ser generosa y su actitud decidida sirve para que todo evolucione: su tía revelará el motivo de su aridez personal, su primo logra pequeñas conquistas de independencia, como ir solo al colegio, y ella misma saldrá más fuerte y segura del envite. Una obra tan íntima, sencilla y reconfortante como bien escrita, que dirige con mano maestra la también autora argentina Adriana Roffi sobre un sobrio espacio escénico. Los tres actores están espléndidos: María Morales es una Susana que matiza muy bien la transición de la dureza a la comprensión, Marina Salas compone una Valeria de deliciosa y trabajada naturalidad y Carlos Guerrero borda sin un desmayo su papel de disminuido ingenuo, tozudo y tierno.

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