Romeo Castellucci: «Schönberg imaginaba el futuro, la condición actual del ser humano»
Mañana se estrena en el Teatro Real «Moisés y Aarón», una de las óperas más importantes del siglo XX, cuyo autor dejó incompleta
El Teatro Real acoge mañana el que su director artístico, Joan Matabosch , no duda en calificar como el acontecimiento más importante de la temporada: el estreno en Madrid de «Moisés y Aarón» («Moses und Aron», solo con una A, ya que su autor era supersiticioso y no quería que el título tuviera trece letras), una de las óperas fundamentales del siglo XX. Su autor, el compositor austríaco Arnold Schönberg , que también escribió el libreto, se basó en el episodio bíblico. El propio Teatro Real la ofreció en versión de concierto en septiembre de 2012, pero no se había ofrecido representada en la capital de España. Compuesta entre 1939 y 1932, aunque su autor nunca la completó, no se estrenó hasta el 6 de junio de 1975, en Zúrich, ya con Arnold Schönberg fallecido.
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El montaje que llega mañana a Madrid es una coproducción del Teatro Real con la Ópera Nacional de París , donde se estrenó en octubre del año pasado. Su responsable es el italiano Romeo Castellucci (Cesena, 1960), que con la compañía Societas Raffaello Sanzio ha agitado y revolucionado la escena europea desde la década de los ochenta. Espigado y circunspecto, Castellucci se asoma con cuentagotas al mundo de la ópera: «No hay muchos títulos que me interesen», asegura.
—¿Qué convierte a «Moisés y Aarón» en una obra maestra?
—Es una obra escrita en un momento crucial para la historia del siglo XX en Occidente desde un punto de vista político y cultural. Es un pilar de nuestra cultura, no solo de nuestra música. Schönberg era un compositor, sí, pero también un artista en el sentido más amplio y un filósofo de su época. Esta obra en particular se sitúa en un momento histórico, en la víspera de la tragedia que supuso la nueva persecución de los judíos y la segunda guerra mundial, y era una respuesta filosófica a la tensión existente; una respuesta como solo podía ofrecer un artista. La dodecafonía representaba una forma expresiva de vanguardia, pero Schönberg encuentra en ella el vehículo para transmitir las ideas del Antiguo Testamento y equilibrarlas con la vanguardia. Schönberg vivía cuando escribía esta obra en una Viena llena de pintores; él mismo lo era, y este mundo es una experiencia fundamental para él. La exigencia de «Moisés y Aarón» es tanto estética como moral. El hombre necesita entender una nueva forma de belleza que, aparentemente, está muy alejada de la armonía, pero que tiene su razón de ser en la espiritualidad. Es una música fuertemente espiritual, y para mí «Moisés y Aarón» es la respuesta de Schönberg a la angustia de la historia. No es alguien que tiene miedo y escapa. Schönberg convierte sus preocupaciones en una obra de arte, aunque no fue comprendido en su época. El Moisés de Schönberg quiere abandonar las imágenes, las ilusiones, para concentrarse en el pensamiento y en la búsqueda de la dignidad del ser humano. El compositor, como una metonimia, abandona la melodía y piensa que se debe interiorizar la experiencia musical, que ha de ser espiritual y existencial.
—¿Cómo se refleja ese abandono de la melodía en su puesta en escena?
—Mi trabajo está fuertemente imbricado con la dramaturgia del texto y también con el sentido filosófico de la música. Las palabras del Moisés de Schönberg –que no es el de la Biblia– reflejan a un hombre extraordinariamente preocupado por el poder malvado y peligroso de las imágenes. Se habla siempre de imágenes… Pero su Dios no tiene imagen, no tiene nombre. Y para estar en comunión con Dios debemos cerrar los ojos y los oídos. Y este discurso es el que he querido llevar a escena; mi idea es, siguiendo de algún modo la dramaturgia de Schönberg, problematizar el papel de la imagen; y las imágenes eran un problema paradójicamente, porque yo, como director de escena, debo hacer ver las cosas. Y lo que he querido hacer ver es la carencia de imágenes. En el caso de este ópera, a través de un gran espacio blanco sin confines; la imagen del desierto –no olvidemos que la ópera de Schönberg habla del éxodo y se sitúa en el desierto–. En Egipto, de donde huye, el pueblo de Israel adoraba las estatuas, y en el desierto Moisés elimina las imágenes. En mi desierto, ese espacio blanco sin confines, aflora poco a poco una idea de pueblo. Moisés es un hombre cuyo problema es que piensa demasiado; es quien imagina y piensa al pueblo, está dentro de su cabeza. Ésta es la puesta en escena; todo está en la cabeza de Moisés. Pero sucede que ese pueblo que él ha imaginado puro es un pueblo compuesto por personas reales, y la existencia humana no es pura, no puede serlo. No puede ser solo una idea. Y se ensucia, se mancha de experiencia, y así se va haciendo visible, real. Moisés no entiende la realidad de la existencia. Está encima de la montaña y respira un aire puro; cuando desciende de la montaña se encuentra con que Aarón ha caído en la idolatría, en las imágenes, la música, el cuerpo. Todo lo que Moisés no comprende.
—«Moisés y Aarón» es una ópera incompleta. ¿Cómo influye esto en su puesta en escena?
—Es importantísimo tener esto en cuenta. El tercer acto, que es el que falta, es en términos psicoanalíticos, el acto fallido. Es el acto que necesita imaginarse. En apariencia, Moisés es monolítico. Tiene una sola idea: cuidar al pueblo, como un líder político o un jefe militar. Es un hombre de acción… Pero Moisés es también un hombre que duda; Dios le castiga a quedarse fuera de la tierra prometida porque ha tenido dudas. Y Schönberg prende este aspecto de manera extraordinaria, y transforma a Moisés de ese hombre monolítico a uno dubitativo. Por eso no terminó el tercer acto; como Moisés, tuvo dudas, en su caso sobre la dodecafonía. Estaba convencido de que no funcionaba, de que no era la solución. Es un aspecto de Schönberg que conmueve; se había dado cuenta del fracaso de su invención.
—Para un compositor eso debe de ser algo tremendo…
—Absolutamente. Un gran peso.
—Cualquier director de escena debe acercar las obras de arte clásicas, y ésta lo es, a los espectadores contemporáneos. En un tiempo de inmediatez, ¿dónde ha encontrado la conexión de «Moisés y Aarón» con el público de hoy?
—Schönberg imaginaba el futuro, la condición actual del ser humano. Es como si «Moisés y Aarón» la hubiese compuesto ayer. Es increíblemente contemporánea. Habla del éxodo, de miles de personas que tienen que abandonar su tierra… De los desesperados, de los desheredados, que van detrás de una tierra prometida que quizás no exista. Habla del becerro de oro, que adquiere un gran significado en esta época de consumismo. Habla del exceso de lenguaje y de comunicación. Es nuestro desierto contemporáneo: somos víctimas de esa comunicación constante, sin importancia, que se transforma en rumor blanco. Es una enfermedad. Hay demasiada información, y debemos aprender a seleccionar. Esta ópera toca el nervio de nuestra sociedad.