Mauro Armiño: «La Inquisición impidió que la novela erótica se desarrollara en España»
Edita con Siruela «Los dominios de Venus», ocho novelas eróticas que del XVIII al XIX coronaron el género
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Precedía a Mauro Armiño , cuando ejercía, fama de crítico implacable, nada dado a la componenda. Aunque sigue apreciando el teatro ya no se estraga el gusto teniendo que verlo todo. Ahora se quema las pestañas volcado en lo que más satisfacciones le ha proporcionado. Le fue concedido el Premio Nacional de Traducción por «Historia de mi vida», de Giacomo Casanova. De su amor a Francia dan cuenta sus versiones de Rostand, Molière o Proust («A la busca del tiempo perdido»). A su cuidado se debe la elegante edición de «Los dominios de Venus. Antología de novelas eróticas (siglos XVIII-XIX)» , 798 páginas en tapa dura, que acaba de publicar Siruela con esclarecedor prólogo del propio Armiño (Cereceda, Burgos, 1944), que ha traducido seis de estas ocho cumbres de un género tan ameno como pedagógico: «Historia de Dom B***, portero de los cartujos», «Teresa filósofa», «El libertino de calidad» , «Gamiani, dos noches de pasión», «Carta a la presidenta» y «La mujer y el pelele».
-Si mis datos no me engañan entre la segunda edición de los «Cuentos y relatos libertinos» y «Los dominios de Venus» (ambos a su cargo) han pasado cuatro años. Lo primero que llama la atención es que no hay en los dos volúmenes ningún autor español. ¿Por qué? ¿No hay ninguno a la altura de tamaña empresa?
-No, es que aquí en los siglos clásicos había una cosa que se llamaba Inquisición y el tema sexual estaba absolutamente prohibido. Las únicas cositas -porque hay cositas, y no tienen altura- son «El arte de las putas», por ejemplo, de Moratín, que tiene cierta gracia, pero que literariamente no tiene nivel, y en novela no hay nada. El cordón sanitario funcionaba. La Iglesia y la Inquisición impidieron que la novela erótica se desarrollara en España.
-¿Ni siquiera de forma clandestina, porque muchas de estas obras se publicaban de forma subterránea?
-No sólo de forma clandestina, sino en el extranjero, en Bélgica, que era la fuente donde se imprimían todos estos libros. Estaba prohibido para la generalidad, pero no para la clase social que la utilizaba, que era la aristocracia. En el prólogo cuento la historia de «El portero de los cartujos»: se encontraron 500 ejemplares al lado de la capilla real, en la habitación del capellán del Rey, que los tenía allí escondidos.
-¿Era el distribuidor?
-Era el distribuidor para la alta aristocracia.
-La historia de España es ineludible, pero en el país que fue una de las cunas del anarquismo, ¿nos dedicamos a liberar más la mente que el cuerpo?
-No lo sé, pero lo cierto es que el anarquismo español ha sido muy posterior, han sido arrebatos muy momentáneos, muy individualistas y no como en estos casos, que había todo un cuerpo social dedicado nada más que al placer, al disfrute, al gobierno en teoría y al placer. Tenían los salones -aquí no hubo nunca salones-... Desde que llegó Luis XIV había una alegría de vivir que corresponde a una clase social y que agota todo lo que puede.
-¿Y el segmento español de la aristocracia que tenía conocimiento y lecturas era muy limitado?
-La aristocracia española ha sido siempre muy pobre, muy pobre mentalmente y muy apegada a la tierra. Hay un testimonio muy concreto. Cuando Saint-Simon viene a España, en las negociaciones franco-españolas, a recoger a Ana de Austria para casarla con Luis XIII, pasa en Madrid unos dos o tres meses, y se queda sorprendido de la miseria en la que vivía la aristocracia española. Vivía sin objetos, sin riqueza, sin nada. Vivía mal, comparado claro con la francesa. Aquí hemos tenido la austeridad de Felipe II, y una Iglesia que también predicaba la austeridad por encima de todo.
-Desde el punto de vista estilístico, ¿por qué ha elegido estas novelas?
-Cada una representa, no desde el punto de vista lingüístico, pero sí desde el de la evolución narrativa, un paso distinto. Empezando por «El portero de los cartujos», que es una novela de ideas, en el momento en que empieza a surgir la Ilustración, donde va cosiendo ideas a la narración, y apuntando en concreto al enemigo principal, que era la Iglesia, porque era la que había reprimido todo el asunto. Esa y «Teresa filósofa» son las más ideologizadas, transmisoras de la nueva ideología que se está imponiendo en el XVIII. En otras son conceptos de evolución psicológica: aparece el sadismo, que es una novedad. Hay una evolución muy clara. Otro descubrimiento de un síntoma es el masoquismo. Está también el puto, el primer hombre que se dedica a vivir de las mujeres, la primera aparición sistemática en la novela de esa figura. Se da en Mirabeau, con «El libertino de calidad». Y hay otro juego también nuevo en literatura, que es el de «Gamiani, dos noches de pasión», de Alfred de Musset, con el lesbianismo. Después hay una especie de masoquismo fino, el de «La mujer y el pelele», de Pierre Louÿs, sin violencia, mucho más moderno y menos psiquiátrico.
-¿Otro hito podría ser «Fanny Hill», la aparición del deseo femenino...?
-Claro. «Fanny Hill» es importante porque es la primera confesión de una mujer que está en la prostitución y que encima le parece una vida estupenda, una vida alegre, en la que ella se siente realizada.
-En el prólogo se pregunta por el peligro que estas novelas entrañaban.
-La gran hipocresía de moralidad -haz lo que te digo, no lo que yo hago- se había reservado la zona del placer. El placer en esa época tiene su epicentro en la corte de Luis XIV, que es un desmadre absoluto, empezando por el propio rey, que era capaz de sentar a su recién esposa, María Teresa, al lado de La Vallière. Cuando a Molière le encarga Luis XIV unos festejos, que se llaman Los placeres de la isla encantada, en primera fila están Luis XIV, a un lado La Vallière, y al otro lado la reina, la legítima. La Vallière era una persona muy religiosa. De vez en cuando se escapaba al convento y tenía que ir el rey a sacarla, o su primer ministro.
-Dice también en el prólogo que «las escenas eróticas no están exentas, sino que siempre van acompañadas de los razonamientos que el pensamiento materialista había ido elaborando a partir del análisis del cuerpo, su naturaleza y sus instintos» ¿Es esa condición materialista la que dificultó su extensión en España?
-No, yo creo que el principal es la sexualidad, y por supuesto las ideas de la Ilustración. Teníamos un ilustrado que era Floridablanca que se enorgullecía de que los Pirineos eran el cordón sanitario más poderoso que había en Europa frente a la revolución. Y era un ilustrado. Hay que tener en cuenta que la Ilustración aquí en España era de segunda. Los cargamentos que venían de Londres, como «El contrato social», venían a Galicia y ahí eran detenidos...
-¿Como si fuera droga?
-En aquella época era como la droga. Claro, había cordones sanitarios.
-Llama la atención que entre los campeones del sexo destaca en estas novelas un formidable elenco de curas, frailes, obispos...
-Durante toda la Edad Media la Iglesia había sido el freno contra la sexualidad. Evidentemente fue el primer blanco. La Iglesia durante esa época hacía lo que le daba la gana. Una gran parte eran segundones de las familias nobles que iban a parar a la Iglesia sin ninguna vocación y tenían sus necesidades. Ahí se daban sexualidades de todo tipo. Un solo ejemplo era mucho más escandaloso. Eran protagonistas, sobre todo en la parte inicial del XVIII, como en «El portero de los cartujos» y «Teresa filósofa». La hipocresía de la Iglesia y de la no iglesia ya estaba demostrada en el «Tartufo». Llevábamos 200 o 300 años en los que a la Iglesia iban a parar gente de todo tipo por decreto. En España hubo que hacer reformas, como ejemplificaron Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
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