Cela, un escritor bárbaro
Hoy se conmemora el XXV aniversario de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela. Un cuarto de siglo en el que solo han obtenido el galardón tres autores en español: Cela, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. Juan Manuel de Prada evoca al escritor gallego
Tuve la suerte de tratar, si no asiduamente, siquiera con cierta frecuencia, al Camilo José Cela de los últimos años, allá en Puerta de Hierro, donde tenía un casoplón que a mí me recordaba por fuera una quinta de recreo, aunque por dentro guardase el cuerpo desvencijado de un galeote de la literatura, siempre inclinado ante su escritorio, criando una próstata del tamaño de un melón, enfrascado en su escritura lenta y microscópica, rodeado de fichas y papeles que amenazan con iniciar una diáspora, a poco que los ayudase una corriente de aire.
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-Siéntese, Prada, que enseguida lo atiendo -me decía, haciendo un ademán sucinto con la mano, que tenía los dedos rígidos como teclas de clavicordio.
«Toda la obra de Cela puede entenderse como una purga de su corazón»
Yo asentía, confuso y trémulo, y aguardaba a que concluyera el párrafo que andaba escribiendo. Desde muy joven, allá en mi ciudad levítica, yo había admirado la literatura de Cela, afilada y hermosa como un puñal, relampagueante de tinieblas, pero también de una ensimismada piedad por sus criaturas, a veces criminales, a veces deformes, a veces idiotas, pero siempre rezumantes de humanidad. Cela dejaba la pluma sobre el escritorio como quien deja un escalpelo y se levantaba dificultosamente del asiento, donde quedaba el molde de sus posaderas; y se quejaba:
-¡Hay que joderse! ¡Mira que me he hecho viejo!
-No diga eso, don Camilo -lo animaba yo, atolondrado-. Si está usted hecho un chaval…
Cela me lanzaba entonces, por debajo de las gafas como lupas, una mirada entre socarrona y caníbal que alargaba todavía más su rostro equino.
-A ver, Prada, cuando digo que me he hecho viejo estoy enunciando una verdad empírica. Está usted haciendo oposiciones a que le largue una bofetada.
Y enseguida, para disipar la impresión de hostilidad, me palmeaba festivamente la espalda. Aunque en la intimidad era hombre sin engolamiento, Cela me inspiraba una suerte de temor reverencial, porque temía que en cualquier momento me fuese a soltar un sopapo sin aviso; era el mismo temor reverencial que me inspiraba su literatura, en donde el dolor y el gozo del mundo hormigueaban en un aquelarre promiscuo, exasperado y barroco. Con frecuencia se ha mencionado el designio cruel que penetra la escritura de Cela; pero mucho más llamativo, a mi juicio, resulta su entendimiento de la naturaleza humana, esa paciencia de herbolario con la que sabía transmitirnos los balbuceos del corazón. Toda la obra de Cela puede entenderse como una purga de su corazón, ancho y peludo como el de Alejandro Magno.
-¿Cómo va esa novela que está escribiendo, Prada? -se interesaba-. No lo olvide nunca: hay que ser disciplinado, pero sin caer nunca en la rutina.
«Cela me inspiraba una suerte de temor reverencial, el mismo que su literatura»
A los ochenta y tantos años, seguía destilando un contagioso y burbujeante entusiasmo por su oficio. Cela veía el mundo a través del cristal de la literatura; respiraba el aire de la literatura; era un niño-probeta de la literatura, bogando en el mar de sargazos de las palabras. Y, en contra de la imagen cainita que sobre él algunos han transmitido, gustaba de impulsar y alentar la carrera de los principiantes. Por aquellos años en que yo le trataba, organizó en su fundación de Iria Flavia un encuentro de escritores jóvenes, donde nos trató a cuerpo de rey.
-A ustedes, los jóvenes, hay que reunirlos y pagarles un viaje para que conspiren y atenten contra las instituciones -se cachondeaba.
Conversábamos largo rato, mientras tomábamos una limonada que sudaba un sudor de nevera en el agostorro declinante de Puerta de Hierro. A veces Marina Castaño , su esposa, acudía a hacernos una visita, titilante y menuda como un colibrí, para vigilar que a Cela no le faltase de nada. Cuando nos dejaba otra vez a solas, Cela le miraba sin rebozo el culo, o quizá tan sólo la cintura de libélula, y me guiñaba un ojo:
-¿Sabe, Prada? Esa mujer me ha hecho el hombre más feliz del mundo. Nunca nadie me había querido tanto -Y añadía, gamberro y jocundo-: ¡Y nunca nadie me había puesto tan cachondo!
No digo esto por quitar ni poner reina, sino por dejar constancia de la confidencia que Cela me repitió en más de una ocasión. Sospecho que, a fuerza de perseverar, fue un hombre que consiguió todo lo que se proponía: los patrocinios para su fundación, los anticipos más rumbosos, el Nobel, la gloria literaria y la mujer que lo hacía feliz. Como consiguió amansar la bendita y terrible lengua española, que después gustaba de arrojar a la hoguera, para ver crepitar sus palabras, hasta que se volvían candentes como una llaga y dolorosas como un aullido cósmico.
Era un escritor bárbaro en todos los sentidos de la palabra.