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Yasmina Khadra: «Gadafi no tuvo tiempo para acariciar un perro ni para conmoverse ante un niño»

Todo el pánico de Gadafi en sus horas finales, en las que supo que iba a morir, cabe en «La última noche del Rais», del escritor argelino Yasmina Khadra. «He tratado de entender qué le convirtió en un héroe y después en un tirano», dice

Yasmina Khadra: «Gadafi no tuvo tiempo para acariciar un perro ni para conmoverse ante un niño» ABC

laura revuelta

Hace ya unos cuantos años visité Irán. Era un viaje periodístico. Me sorprendió cómo se conservaba el Palacio del Sha de Persia . En su sitio, piedra sobre piedra, y con sus estancias aseadas como si se fuera a celebrar una recepción en apenas media hora. Mesa, mantel y los platos y cubiertos de oro en el orden milimétrico preciso. Se había depositado mucho polvo alrededor. No se limpiaba el escenario desde la salida por piernas de la familia imperial , pero el pueblo iraní tenía que saber y ver de primera mano cómo habían vivido el Sha y sus herederos. Los excesos. No sé si confundo realidad con sueño si les comento que también recuerdo la estatua del emperador con una pierna mutilada, pero sobre el pedestal , en la afueras del recinto. La Revolución de Jomeini había preferido conservar el legado de la «ignominia» occidentalizante del régimen derrocado que destruirla sin dejar rastro. Para que el pueblo supiera lo perverso que había sido el supuesto malo de la película. Aquella visita fue un poco antes de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. La caída del Sha de Persia ocurrió en 1979.

No sé muy bien por qué, pero mientras leía el libro más reciente de Yasmina Khadra , La última noche del Rais (que cuenta cómo fueron las horas finales de Muamar el Gadafi), para entrevistarle, me venía a la cabeza la figura del Sha y aquella visita a lo que fueron sus dominios. Lo que me sorprendía pasado el tiempo es que la turbamulta jomeinista había conservado piedra sobre piedra del pasado que un día quiso borrar. Incluso las autopistas hacia el infierno del desierto. La hoja de ruta de la destrucción tenía un límite. La asociación de ideas me lleva a la lógica de que las revoluciones de ahora en los pueblos árabes no dejan ni piedra ni títere con cabeza. Ni ruina contemporánea o milenaria en pie. Vengan de donde vengan, en primavera, en verano o en otoño. Para poner o quitar «rey». Cambiar caos por orden tiránico. A Sadam Husein lo ejecutaron mientras sus retratos y estatuas monumentales fueron arrastrados hasta desangrarse. Muamar el Gadafi acabó como nos lo cuenta Khadra, sin juicio, rebozado en las heces del miedo, con un tiro en la sien e infinidad de tropelías antes de ese instante final. En el país no quedó ni uno de sus lustrosos palacios, ni uno de sus mesopotámicos frisos.

«La parte de humanidad de Gadafi reside en su miedo»

Después del 11-S todo cambió. Lo sabemos de sobra. De aquellos vientos vienen estas tempestades. Yasmina Khadra (Kednasa, 1955) lo conoce bien y lo ha contado en las cerca de veinte novelas que lleva en su mochila de autor con éxito y con polémicas de por medio ( Morituri , Los corderos del Señor , Lo que sueñan los lobos , Las golondrinas de Kabul , Las sirenas de Bagdad , Trilogía de Argel ...). Él se ha ufanado en más de una ocasión de saber lo que iba a pasar mucho antes de que pasara. Y le ha reprochado a ese concepto tan grande como ambiguo que se llama Occidente que no le hiciera caso. Los malos estaban ahí, con las armas bien cargadas, antes de que dos torres gemelas se vinieran abajo en el atentado de los atentados. Luego vendrían otros y otros...

Yasmina Khadra no es un oráculo, pero sí militar (excomandante del ejército) argelino). Lo fue y lo dejó para dedicarse a la escritura. Primero adoptó un seudónimo de mujer mientras combatía vestido de caqui . Después colgó el uniforme, pero siguió con el camuflaje a cuestas del nombre falso (Yasmina Khadra). Mohammed Moulessehoul, su firma legal, luchó en los años de fuego del terrorismo en su país , aquellos en los que si eras extranjero no te podías pasear por la capital, Argel, como no fuera con un guardaespaldas. Tiene carácter de militar y si no le da la gana no contesta alguna pregunta, como ¿qué piensa de Michel Houellebecq? o ¿es más peligroso y arriesgado luchar con la palabra o con las armas? El excomandante se escapa porque no quiere caer en celadas. Imagino. Anda con pies ligeros y palabras precisas. Es evidente que la carrera militar ha marcado su carácter. Por eso resulta disciplinado en la cita, y en las respuestas.

Antes, después y durante la lectura del libro, he repasado en YouTube varios de los vídeos de la muerte de Gadafi . Todos con un encabezamiento a cual más truculento y siempre con la apostilla de lo nunca visto. Desde el tiro en la sien hasta la sodomización de la que fue víctima cuando ya era un trapo que arrastraban por el suelo . Lo cierto es que las imágenes resultan tan confusas que apenas se distinguen detalles. Gritos, zarandeos... Si lo peor del género humano pudo haber sido Gadafi, sus ejecutores no se quedaron a la zaga. En La última noche del Rais , Yasmina Khadra se interna en la mente de Gadafi. En sus horas finales. Más que los hechos, cuenta los actos; y sobre eso hablamos. No se deja atrapar en ninguna emboscada de preguntas.

El pasado siglo fue fecundo en dictadores, sátrapas o «tiranosaurios», como los definía Augusto Roa Bastos por lo que respecta a esta clase de espécimenes en Latinoamérica. Usted es argelino, y los países del Magreb pueden aportar una larga lista de nombres al respecto. ¿Qué tiene de especial Gadafi en relación con otros sátrapas que han gobernado algún otro país del Magreb?

«Soy un beduino, como Gadafi; nacido en el desierto, como él»

Gadafi ha ocupado durante mucho tiempo el debate magrebí y preocupado al mundo árabe. Le conocemos desde hace más de 40 años. Sus locuras y sus extravagancias han jalonado su carrera. La mayoría de los hechos recogidos en mi libro me los han contado antiguos compañeros de armas del coronel que conocí en Moscú a principios de la década de 1980. Mi libro es una novela, no un ensayo, ni una biografía, ni un reportaje. Es un argumento novelesco de primer orden. En mi condición de escritor, el «Guía» me ha intrigado y me ha fascinado. Para mí, su complejidad, su desmesura, su valentía suicida y el desprecio que mostraba ante las grandes potencias le convierten en un héroe de la tragedia moderna.

Su retrato novelesco resulta eminentemente psicológico. ¿Cómo logra meterse en la cabeza de un dictador con las trazas de Gadafi?

No le juzgo, y tampoco le alabo, solo intento entender a la «leyenda hecha hombre» y protegerla de los rumores y de los clichés que la han convertido en el blanco de burlas y de odios feroces. He tratado de entender a Gadafi, qué le convirtió en un héroe en la década de 1970 y después en un tirano. Tengo cierta legitimidad para contarlo. Soy un beduino, como él; nacido en el desierto y en una tribu, como él; he sido soldado, y soy musulmán, como él. El resto corresponde a mi capacidad de novelista de ponerme en la piel de un personaje para entenderlo mejor y proponérselo al lector.

En algunos retratos de otros dictadores que nos ha dado la Historia, escritos o filmados, se puede distinguir entre sus rasgos, incluso, algún detalle humano de su personalidad. Recuerdo el Hitler de «El hundimiento», que se conmueve con su perro. En el retrato que usted hace de Gadafi no aparece ni un signo de este tipo: despótico, de humor variable… ¿No hay ni el más mínimo resquicio de humanidad en su personalidad?

«Gadafi se ha convertido en un héroe de la tragedia moderna»

Cualquier tirano es, en primer lugar, un ser humano. Los animales no torturan, no mienten, no revolucionan nada y no tratan de dominar el mundo. El hombre está obsesionado por su imagen. Para darse visibilidad, algunos se decantan por la belleza, otros por la represión. La parte de humanidad de Gadafi reside en su miedo, su pánico y sus dudas. Por otro lado, se trata de la última noche de su vida la que relato en la novela, y no de toda su carrera. Es una noche aterradora, incierta y espantosa, y Gadafi es rehén de ella, y pronto, su bestia sacrificial. No tiene tiempo para acariciar a un perro, ni para conmoverse ante un niño.

En su evolución final, Gadafi no comprende por qué le sucede lo que le sucede. ¿En ningún momento tiene un sentimiento de culpa o quizá la tentación del arrepentimiento?

Gadafi no podía sentirse culpable. Estaba convencido de ser un salvador, un «Guía», y de que todo lo que emprendía era necesario, e incluso vital para su pueblo. Estaba dentro de una especie de paranoia abismal y se negaba a creer que era capaz de cometer un error o de equivocarse. Hasta el último minuto de su vida creyó en el milagro porque consideraba que tenía encomendada una misión mesiánica.

«Este bonito país que ha levantado usted solo, contra viento y marea, se desintegrará como una vieja reliquia carcomida», le dice uno de sus fieles servidores, y fue así… ¿Fue peor el remedio que la enfermedad?

Absolutamente. Mire el caos que se vive en Libia y que amenaza con incendiar todo el norte de África. La intervención de la OTAN es un fiasco, una maniobra en falso. Sarkozy no pretendía derrocar a un tirano, sino vengarse de un soberano que prometía el oro y el moro a los occidentales (centrales nucleares, compras de armas de guerra, de aviones, de fábricas llave en mano, proyectos faraónicos, etcétera, etcétera) antes de retractarse y de renegar de todos sus compromisos. Gadafi fue eliminado porque no quería compartir el pastel libio con sus socios europeos.

Otro de sus fieles apunta: «Es usted lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Morir por usted es un orgullo y un deber». ¿Cómo puede alguien llegar a tal estado de fascinación por un personaje como Gadafi?

Por desgracia, eso es lo que ocurre. Los cortesanos, los aprovechados y los oportunistas siguen adulando a su benefactor. Al rendirle pleitesía venden su alma al diablo y renuncian a su dignidad por el más mínimo privilegio.

La anterior cuestión me lleva a preguntarle por el otro ejercicio que usted hace en la novela, que consiste en retratar al núcleo duro de Gadafi, desde los que le tienen más miedo que admiración a los que le idolatran ciegamente. ¿Cómo consigue captar toda esta cantidad de matices?

Tengo un cierto conocimiento del factor humano. He vivido toda mi vida en medio de los «otros». He aprendido a descubrir sus angustias, sus aspiraciones, sus sueños y sus alegrías. Esta experiencia es la que ha forjado mis convicciones literarias y la que me permite escribir y entender el mundo.

Uno de los datos más curiosos que usted desvela al lector es la fascinación de Gadafi por Van Gogh, que llega a extremos casi psicóticos, surrealistas. Su nombre y su figura (la oreja) se le presenta en el último instante como en un sueño. ¿Cómo descubre usted este maravilloso detalle narrativo?

Me halaga. ¿Qué respuestas quiere? ¿Es mi pasión, mi sensibilidad, mi empatía, o se trata de un talento? Sinceramente, soy incapaz de explicarle esta aptitud. Escribo con mi alma, mi sinceridad y mi generosidad. Quizás sea ese el secreto.

En una de las páginas del libro he escrito la palabra «venganza» a modo de resumen o diagnóstico. ¿Es el sentimiento de venganza el que dirige todos los pasos de Muamar el Gadafi?

«Gadafi estaba convencido de ser un salvador, un ''Guía''»

No, en absoluto. Gadafi estaba convencido de que el destino le había elegido para enfrentarse a los poderosos de este mundo y para convertir a un conjunto de tribus en una auténtica nación. Incluso tenía una visión más amplia porque esperaba reunir alrededor de su estandarte a todas las naciones árabes y crear así un territorio tan inmenso como sus ambiciones. Pero los soberanos árabes no se fiaban de él y no tenían ninguna ambición para sus pueblos, ni ningún sueño de emancipación. Al ser abandonado por los suyos, Gadafi decidió llevar a cabo su lucha solo, contra viento y marea. Así empezó su delirio y su narcisismo clamoroso. Empezó a creerse una especie de profeta. Vivía el culto de su personalidad como un sacerdote. Su compromiso era algo sagrado. No pensaba en vengarse, sino en desafiar a sus detractores y en burlarse de las grandes potencias, y tenía un espíritu revolucionario, pero unas prácticas arbitrarias, ingenuas y suicidas.

Otra de las frases del libro que usted pone en boca de Gadafi es: «No deja de sorprenderme que los seres humanos esperen alcanzar, una vez muertos, lo que no consiguieron en vida». A mí me parece categórica, y sabia.

Está claro. Esta frase dice exactamente lo que está escrito. El martirio, para algunos, como para esos jóvenes que van a que los maten en Siria, es una búsqueda de respeto de uno mismo, una forma de ser mejor y de darse una visibilidad radiante en un mundo más justo y más sano que el mundo real. En realidad, es una decisión desesperada, utópica, y una forma de deserción y de rechazo de una verdad implacable, la verdad del fracaso.

Si le confieso que yo suscribo la frase de Gadafi, que usted recoge, «Jamás entenderé cómo se las arreglan algunos para hacer pasar la resignación por humildad», ¿qué me diría?

«Hacer pasar la resignación por humildad», y no lo contrario. Es una forma de ver las cosas. Cada persona tiene que encontrar las mejores fórmulas para aceptar las cosas de la vida que no siempre son cómodas.

¿Podía imaginar que la Primavera Árabe terminaría siendo un fracaso? ¿Tiene Occidente también la culpa de todo ello, lo mismo que la tuvo con Gadafi?

«El ''Rais'' estaba dentro de una especie de paranoia abismal»

Era un fracaso anunciado. La Primavera Árabe se equivocó de estación. Confundió El invierno de nuestro descontento con El otoño de las quimeras (se trata de títulos de novelas; la primera, de John Steinbeck, y la segunda, mía). El enfado de los pueblos era legítimo. Había que derrocar a los tiranos. Pero eran enfados sin continuación en las ideas. Una vez que se derrocó a los tiranos, los pueblos se encontraron sin inspiración ni proyecto de sociedad. Una insurrección sin ideal es una montaña que da a luz un ratón. Hoy asistimos al caos y a la violencia porque nos faltan revolucionarios de verdad y conciencias de verdad. Pero nada está perdido. Veo esta catástrofe como un periodo de incubación, un enorme embarazo nervioso que alumbrará una renovación, una toma de conciencia y un despertar de la democracia y el progreso. Soy optimista. Los tunecinos nos dan muchas razones para ser optimistas. Su lucha es ejemplar. Nos basta con abrir los ojos a nuestras libertades, a nuestra fuerza y a nuestras aspiraciones para conjurar los viejos demonios. Debemos unirnos alrededor de un ideal y de un proyecto de sociedad convincente y ningún terror podrá someternos.

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