walk on the wild side
Houston
Veo rascacielos, que son como gigantes infantiles. Me gustaría alargar mi brazo y mi mano hasta ellos y acariciarlos. «Qué bonita eres, Houston», digo. «Tú tampoco estás mal, Vilas», dice Houston
Volamos de Cedar Rapids a Denver, en Colorado. La palabra Denver hace que recuerde al gran cantante country John Denver, que fue piloto y que se precipitó sobre el Pacífico en un avión minúsculo y se abrasó vivo.
EL AEROPUERTO DE DENVER ES EUFORIZANTE. Hay una actividad frenética. Los aeropuertos estadounidenses compiten en estrellato con sus propias ciudades. Puede que el aeropuerto de Denver sea más excitante que la ciudad de Denver. Nos topamos con una sala circular que distribuye vuelos a distintas ciudades americanas. Tenemos que volar a Houston porque allí es donde se celebra un congreso de literatura al que nos han invitado. Houston es sólo una opción. Tengo delante puertas de embarque a Cleveland, a Los Ángeles, a Nueva York, a Miami, a El Paso y a Phoenix. Quisiera viajar a todas a la vez. Es terrible tener que ir a una sola. Es terrible no tener el don de la ubicuidad. Estados Unidos te recuerda constantemente que no ser ubicuo te convierte en un retrasado mental.
Ok, vayamos a Houston. Nos vienen a buscar al aeropuerto, qué alegría más grande. Me encanta que me vengan a buscar al aeropuerto. Y el carro es nuevo. Qué bien huele. Y nos hospedan en un Hilton. Mi sueño sería vivir en todos los Hilton de la tierra. Un Hilton te causa felicidad de manera inmediata.
Un millón y medio de los habitantes de Houston son extraterrestres
Miro la ciudad de Houston desde mi habitación acristalada a prueba de balas. Y pienso en las legendarias misiones espaciales a la luna. Veo rascacielos, que son como gigantes infantiles. Me gustaría alargar mi brazo y mi mano hasta ellos y acariciarlos. «Qué bonita eres, Houston», digo. «Tú tampoco estás mal, Vilas», dice Houston. «Anda, hazme lo de ‘‘Houston, Houston, tenemos un problema”», le digo yo a la ciudad de Houston. Y ella me dice: «Houston, Houston, we have a Vilas». Y nos reímos los dos: Houston y yo.
HAY UN MONTÓN DE POETAS en el International Literature Festival. Desayuno a la diez de la mañana con el poeta peruano Miguel Ángel Zapata, que es profesor en Nueva York. Desayunamos quesadillas y huevos rancheros y salchichas y salmón y una mandarina anticlimática. Y a las doce, según reza la programación , hay una comida en un restaurante mexicano. «Vamos a engordar, eh, Miguel Ángel», le digo. Pero como dice Chuck Berry, You Never Can Tell, es decir, nunca se sabe si vas a comer mañana.
Todo Estados Unidos es una celebración de la comida. Es la muerte del hambre, sólo que la muerte del hambre se convierte en otra muerte tan horrible como la muerte por hambre. Los rascacielos de Houston son como las torres de los castillos templarios. El Downtown es una fortaleza medieval. Los rascacielos no son necesarios, por eso son poesía. Están allí para exaltación de la condición humana.
No hay casco viejo ni plaza Abraham Lincoln. Ni puerta del sol
Conozco en Houston a varios poetas latinoamericanos actuales: al colombiano Federico Díaz-Granados, con quien tengo amigos comunes como el poeta Ramón Cotte; al mexicano Eduardo Langagne, con quien hablo de Octavio Paz; a la puertorriqueña Madeline Millán, a la venezolana Edda Armas y al ecuatoriano Milton Romero. Enseguida que oigo ese nombre pienso en qué tal quedaría si me llamase Milton Vilas. Queda bien.
Los escritores y profesores de español que viven aquí me hablan de la vida en Houston. Nadie sabe dónde empieza y termina la ciudad. Alejandra González es canaria, y profesora en la Universidad estatal. Alex, su novio, es surfista y tiene origen latinoamericano, y está recuperando su español. A veces el español se pierde en el paso de las generaciones.
EL CÓNSUL ESPAÑOL charla con la representación literaria española. El cónsul es un hombre tranquilo, afable. Le digo que a mí siempre me hubiera gustado ser cónsul, como el que sale en la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán. El cónsul habla de los españoles que viven en Houston. Comenta que la empresa que ha construido el tranvía es española. Al día siguiente me quedo mirando el tranvía: qué bien funciona, cómo brilla el tranvía de Houston. «Hola, compatriota, pórtate bien, eh», le digo al tranvía.
Me gusta ver Houston desde mi habitación del Hilton. Houston no llegaba a los dos mil habitantes en 1850 y ahora tiene más de dos millones, de los cuales aproximadamente más de un millón y medio son extraterrestres importados por la NASA. Los marcianos de Houston hacen prácticamente lo mismo que los marcianos de Madrid: trabajar, vivir y envejecer. Vivir consiste en conducir un carro grande por las enormes autopistas que abofetean Houston. No sé sabe muy bien dónde va la gente. Van a sus casas.
Pregunto a Alejandra y a su novio por el Casco Viejo de la ciudad. No hay Casco Viejo. Entonces pregunto por la Plaza Abraham Lincoln. Tampoco existe tal lugar. No hay centro en Houston. No existe la Puerta del Sol en Houston. Bien, no hay Puerta del Sol, pero me gusta la luna.