opinión
Desenmascarar el arte
William Boyd levanta la leyenda de Nat Tate de la nada: rescata su cadáver de las aguas turbulentas que bañan Nueva York, donde nunca se suicidó porque nunca existió. Lo bautiza Nat por la National Gallery y Tate, por la Tate Modern
Hace un año entrevisté a William Boyd en su casa de Londres. Acababa de encarnarse en Ian Fleming para escribir la última novela de la saga de James Bond, Solo. Boyd –un purista y un gentleman de los pies a la cabeza separados por dos metros de distancia– descongelaba el embrión del agente secreto 007 y ponía su cadena de ADN en orden. Sacudía de un plumazo las impurezas que le habían infiltrado en la musculatura a lo largo de sus variopintas y legendarias secuencias para dejar al descubierto sus desventuras sobre el ser y la nada.
Boyd hacía de Bond un hombre: desenmascaraba al mito cinematográfico y, por ende, a los otros escritores que le habían precedido en la inmortalización. Recuerdo que en aquella entrevista hablamos de muchísimos asuntos que se desperdigaban por la mesa como sus libros pero, entono un mea culpa, se me escapó el hacerle alguna pregunta sobre su novela Nat Tate. El enigma de un artista americano , que publicó originariamente en el año 1998 y que ve la luz ahora en España gracias a la editorial Malpaso. Si llego a saber que Boyd, antes de desenmascarar al falso James Bond, se había dedicado a desenmascarar al arte y sus exégetas en esta tan breve como inteligente narración, no salgo de su casa sin un comentario sobre este trabajo en la grabadora.
Entre «fakes» de medio pelo pasan nuestros momentos más críticos
Nat Tate no existió, pero tampoco se le esperaba. La Historia del Arte del siglo XX estaba más que sellada y aquilatada por los expertos en unos museos donde ya no quedan paredes en blanco. Como a algunos gusta apuntillar siguiendo la estela de Orson Welles, con el caso de Nat Tate tenemos delante de nuestras narices un fake como la copa de un pino: un falso que pasó por verdadero. Aquí y ahora, que todo es más cutre, los fake no aspiran a mayores glorias que llamarse Pequeño Nicolás, y los desenmascaradores del vacío son frikis que se dan muy altos vuelos en las grandilocuentes palabras. Entre fakes de medio pelo y frikis de tres al cuarto pasan nuestros momentos más críticos.
William Boyd levanta la leyenda de Nat Tate de la nada: rescata su cadáver de las aguas turbulentas que bañan Nueva York, donde nunca se suicidó porque nunca existió. Lo bautiza Nat por la National Gallery y Tate, por la Tate Modern. Hace pasar por real la « película y el descubrimiento de una obra arrumbada en los márgenes de la narración oficial y del mercado del arte ávido como siempre de artistas malditos que revender al por mayor.
Tate pintó poco y vendió lo justo. Quemó su obra, cuadro a cuadro
La performance que monta Boyd cuando presenta el libro resulta perfecta, tan irónicamente inteligente como la supuesta inocencia y veracidad de su narración. Una fiesta por todo lo alto con lo más granado de la excentricidad y otros bienes inmuebles de la metrópolis: de marchantes a estrellas como Jeff Koons y David Bowie. Nunca estuvo muy claro si todos ellos se tragaron la bola o sencillamente jugaron a la complicidad, fueron actores de primer orden invitados a la farsa para darle mayor empaque escénico. Mejor me quedo con la duda para que no se me caigan mitos con pies de bronce –el mismísimo Bowie–. Los de pies de barro –el mismísimo Koons– me dan igual.
Jeff Koons podría ser tan de verdad como Nat Tate. ¿Quién asegura que Koons u otros artistas de nuestro firmamento no son un fake con todas las de la ley? Tate compartió mesa y mantel con Pollock y el expresionismo abstracto en pleno. Le dio a la bebida, como manda la leyenda de los santos bebedores. Pintó poco y vendió lo justo para crear necesidades imperiosas de posesión. Celos sin crímenes de por medio pero sí ambigüedades de alcoba. Quemó su obra, cuadro a cuadro, cuando se reconoció como un grano que no hacía montaña en la inmensidad del arte. Y se hunde en las aguas de la gran metrópoli de Nueva York. No tuvo un traspié de borracho al que no protege la barandilla. Se tiró por la borda y nunca apareció su cadáver. La creación y sus inmensidades frustran tanto que los hay que prefieren hundirse en el fondo del mar. Tópica coartada. Solo se salvaron de la quema unos cuantos dibujos que son los que Boyd descubre y le sirven para iluminar el mito de Nat Tate. La gran mentira del arte está tejida con tantas verdades que merece la pena seguirles la pista, como ha hecho William Boyd.