Giuseppe Tomasi di Lampedusa: el hombre que escribió de espaldas al éxito

La Casa del Lector exhibe parte de la biblioteca del autor de «El gatopardo»

Primera página del manuscrito de «El gatopardo» CASA DEL LECTOR

JORGE S. CASILLAS

Hay personajes a los que toda la vida les acompañará un rasgo mínimo de su obra como el que arrastra un llavero. Ronaldo es ya un futbolista pegado a un alarido como Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) es un escritor ligado de por vida a una frase: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Él no compartía ese planteamiento, pero parece que le perseguirá allá donde esté, pues murió sin saber que era un buen escritor.

Hasta el 21 de febrero, la Casa del Lector plantea un recorrido por la biblioteca de uno de los escritores más intrigantes que ha dejado el siglo XX. Giuseppe Tomasi di Lampedusa fue un autor tardío, que solo entró en el oficio cuando ya había leído suficiente. Su biblioteca acumulaba unos 4.000 títulos distintos cuando empezó a escribir «El gatopardo», un libro que nació a la hora del vermú y que puso en marcha por un pique con su primo Lucio Piccolo.

Con ese primo compartió juventud, lecturas, juegos... Alcanzaron tal nivel de erudición que recitaban versos de memoria desde Quevedo a Góngora pasando por autores italianos. Sin embargo, Lucio Piccolo empezó a tener éxito como poeta mientras que Giuseppe pasaba totalmente desapercibido. Fue ese reconocimiento a su primo el que encendió en él las ganas de reivindicar su talento con la publicación de un libro que acabaría siendo memorable: «El Gatopardo». «Él no hacía vida social, pero es que su primo era muy extravagante también», explica Mercedes Monmany , crítica literaria de ABC y comisaria de la exposición. «Los dos eran muy solitarios. Él se llega a casar pero no tiene hijos y su primo ni siquiera se casa. Eran unos solterones que se dedicaban a leer, recitar poemas... Se entretenían con esa clase de juegos de erudición».

Una escena de la versión cinematográfica de «El gatopardo» ABC

El caso de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es bastante extraño. Su historia es la de un lector feroz y feraz, las dos cosas, que decidió ser escritor (rivalidad familiar mediante) cuando ya tenía 57 años. En la muestra de Casa del Lector se recoge parte de esa biblioteca de la que se nutrió antes de coger la pluma. Aparecen fotos familiares (primo poeta incluido), una pitillera y hasta un taquillón donde tenía las fichas con las que se orientaba por esa vasta librería.

Sin embargo, la pieza clave de la exposición es el manuscrito de «El Gatopardo», escrito a mano en 1957. Di Lampedusa cuidaba mucho la letra y la presentación, pero eso no le impidió que la obra fuera rechazada en varias ocasiones.

Rechazo editorial

El libro tardó en encontrar comprador; primero, por puro prejuicio, porque en una época en la que Italia hablaba de revolución y comunismo no tenía mucho sentido una obra sobre la vida de un príncipe aristócrata; y, segundo, por puro desconocimiento. «Tenía unas ironías muy finas y sutiles que la gente que estaba acostumbrada a una literatura más evidente, de un sentido del humor más grueso o sin sentido del humor, pues no captaba», explica Monmany.

Por esa razón, por lo que tardó en salir y su mala salud, Di Lampedusa murió sin saber si tenía talento o no para la escritura. «Le dieron los mayores premios cuando aparece el libro, pero él ya había fallecido. Escribió de espaldas al éxito, fue como tirar una botella al mar. No vivió ni un año para verlo, pese a que fue el libro más vendido de Italia durante el siglo XX», lamenta la comisaria. Como a tantos otros, el reconocimiento le llegó con la lápida ya puesta, pero murió tranquilo. Él fue un fumador empedernido y quizá falleció castigado por ese vicio. Más allá de este pecado, Giuseppe Tomasi di Lampedusa vivía dentro de los libros, tenía una vida apacible y sin lujos. Se movía en autobús y le gustaba ir a las tertulias a escuchar, porque no intervenía mucho. Hacía con la palabra dicha lo mismo que con la escrita: aprender antes de emprender.

En el tramo final de su vida, mientras daba charlas de literatura a un grupo reducido de alumnos, vivía en un palacio arrasado desde la guerra. Él era hijo de una familia aristócrata, un niño bien, pero nunca le afectó ese paso atrás en su renta per capita. Tampoco sufrió por el anonimato, ni por su decadencia económica. Se reía de sus desgracias y le daba casi todo igual porque, como escribió en «El Gatopardo» , «mientras hay muerte, hay esperanza».

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