El laboratorio, la otra guerra de Churchill

Una exposición en el 50 aniversario de su muerte recuerda en Londres la gran pasión del primer ministro por la ciencia

El laboratorio, la otra guerra de Churchill credit philip insley

luis ventoso

Vivió 90 aprovechadísimos años. Le dio tiempo a ganar la guerra más terrible de la historia, a instaurar como ministro de Economía a comienzos del siglo XX el subsidio de desempleo y el salario mínimo, a conquistar el Nobel de Literatura en 1953, a pintar muy correctas acuarelas bajo el seudónimo Charles Morin y hasta a fumarse más de 200.000 puros y macerarse en selectos alcoholes. Pero, además, Winston Churchill fue un apasionado de la ciencia, que empleó como un arma más para ganar la guerra. Incluso llegó a impulsar personalmente el desarrollo del tanque en los albores de la Primera Guerra Mundial. Cuando se cumplen 50 años de su muerte, el Museo de la Ciencia de Londres recuerda esa faceta desconocida del estadista con la exposición «Los científicos de Churchill». Más de 700 sabios, con siete premios Nobel entre ellos, contribuyeron al esfuerzo bélico británico con su ingenio ante las pizarras y en los laboratorios.

El radar, bombas pioneras contra los devastadores submarinos nazis, los esfuerzos fallidos por buscar la primera bomba atómica, máquinas para descodificar las claves alemanas y hasta la penicilina y los estudios de nutrición formaron parte de la guerra de las batas blancas. «Los imperios del futuro serán los imperios de la mente», rezongaba el viejo estadista, un mago de las frases redondas, que se convirtió en primer ministro y encaró la guerra ya en edad de jubilarse, a los 65 años.

Querencias excéntricas

Winston Leonard Spencer Churchill era un hombre bajito (1,67), con aires de bulldog, aunque su mujer lo apodaba «Pig», cerdo (y él a ella «Gata»). Un conservador con querencias excéntricas, dueño de una peripecia vital novelesca. Churchill alcanzó la gloria más absoluta, la de echarse a su país a la espalda e insuflarle el tono anímico necesario para derrotar a los nazis: «Si Hitler invadiese el infierno, yo iría a la Cámara de los Comunes a hablar a favor del diablo», decía. Pero también conoció desde la infancia el fracaso más crudo. Empezando por su tropiezo en el exclusivo colegio de Harrow, donde sus bajas calificaciones le impidieron entrar en la universidad y donde sufrió el acoso de los otros niños, que tiraban pelotas de críquet a aquel raro pelirrojo, o su truculento desastre en los Dardanelos siendo primer lord del Almirantazgo.

Sabedor de que al dejar pronto la escuela para hacerse militar en Sandhurst su formación quedaba muy mermada, lo compensó siendo un lector compulsivo. En sus años en la India encargaba muchos libros de ciencia. Leyó «El origen de las especies» de Darwin y se enganchó a las novelas futuristas de H.G. Wells, de quien llegó a ser amigo personal. Fantaseaba con las posibilidades de la ciencia. En su etapa de periodista en el periodo de entreguerras fabuló con lo que acabaría siendo la bomba atómica: «Una bomba no mucho mayor que una naranja podría volar de un plumazo un municipio», escribió, visionario, en el temprano 1924. Se sumó también de manera temeraria a los pinitos de la aviación. Sufrió dos graves accidentes, hasta que lo dejó en 1913 por petición de su familia. De niño, en el colosal palacio de Blenheim donde nació, diseñó una catapulta para lanzar manzanas a las vacas.

Una extraña pareja

Esa inquietud, un tanto anárquica pero palpable, lo llevó a ser el primer gobernante inglés que contó con un asesor para cuestiones científicas. Fue Frederick Lindemann, un físico de Oxford al que apodó «El Profe». Juntos componían una extraña pareja. El premier, que no descartaba una copita de champán en el desayuno, y un sabio abstemio y vegetariano. Llegaron a ser grandes amigos y la protección de Churchill a Lindemann le granjeó la crítica de parte de la comunidad científica.

Recorriendo la no muy amplia pero jugosa exposición dedicada a Churchill en el fascinante Museo de la Ciencia de Kensington llama la atención el interés que sigue suscitando su figura en sus conciudadanos 50 años después de su muerte. En un día de semana, a primera hora de la mañana, la afluencia de público es notable, y va de jóvenes a ancianos. Tiene un punto conmovedor la evidente veneración con que la que los más mayores siguen la grabación de un discurso del Churchill otoñal. O el buen humor con que contemplan los dos objetos más simpáticos de la exposición: el puro que se estaba fumando en 1951, cuando volvió a ser elegido primer ministro, y un mono imposible de terciopelo verde, diseñado por él mismo, al que denominó «el traje de sirena». Era una especie de chándal funky de cremallera, pensado para poder vestirse rápido y aparecer decorosamente en caso de bombardeo del Blitzalemán. Por supuesto, no falta un bolsillo en el mono donde emerge un puro.

Entre las joyas que pueden verse en la muestra figura el primer radar de Watson-Watt, de 1935, bombas para submarinos y la espectacular película documental de cómo operaban. Las rupestres infografías con que se le informaba de cómo iba la guerra, que hoy nos parecen de clase de dibujo escolar, o los fallidos plantes anglo-canadienses para armar la primera bomba atómica. En 1941 Churchill renuncia a su sueño nuclear y 24 científicos británicos se van a Estados Unidos para sumarse al proyecto Manhattan, que será el ganador. También se trabajó en el uso práctico de la penicilina, que se empezó a producir en serie en 1941, y reputados bioquímicos estudiaron cómo tenía que ser la dieta de las cartillas de racionamiento y hasta cuánto ejercicio tenían que hacer cada día los civiles británicos para mantener alto el ánimo. Extrañamente, la exposición pasa muy por encima sobre las máquinas «Enigma» de Alan Turing, tan en boga tras la excelente película que recrea la agridulce biografía del genio que contribuyó a descodificar las claves nazis.

«Estaba en su sangre»

«Es muy inusual que un político venido de una gran familia victoriana estuviese tan interesado por las nuevas tecnología y la ciencia», señala Andrew Nahum, el comisario de la exposición: «Churchill se dio cuenta de que la prosperidad de un país cómo el Reino Unido descansaba sobre todo en las mentes». «Estaba en su sangre –añade el alcalde de Londres, el churchilliano y biógrafo del estadista Boris Johnson–, de hecho su abuelo, el octavo Duque de Malborough, fue un científico amateur que tenía un laboratorio en Blenheim».

La carrerilla científica que cogió el país tras la guerra siguió tras la conflagración y daría lugar a hitos como el descubrimiento del ADN en Reino Unido, o su desarrollo pionero de las centrales nucleares como fuente de energía, con once en funcionamiento a mediados de los años 60. Hoy, por desgracia, el Reino Unido, como toda Europa, está perdiendo aquel ímpetu creativo que lo puso por delante. Churchill, que participó como oficial en la última carga de la caballería británica, en 1898 en Omdurmán (Sudán), supo ver en Downing Street que el futuro ya no corría a caballo.

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