Sociedad

LA JEFA DE LAS SIRENAS

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Sin parecer atleta ni lucir hedonismo, tiene la espalda triangular y metálica de las mujeres que han nadado mucho. Podría ser todo lo bella que quisiera pero Ana está trabajando. Pelo recogido, bien arriba, toalla o bermudas de discreción natural y bañador deportivo obligatorio. Gesto militar, que las confianzas y el halago fácil nunca llevaron al otro lado de ningún mar. Recibe a un grupo tras otro, con poco descanso, mucho calor y cachorros que cargan con las blanduras que les inculcan sus padres, también mimados.

A todos atiende igual, sin distingos, sin respiro, con despiadada ternura. Algún gesto cariñoso aislado, leve, bien repartido, rotatorio. Uno, a la semana, sólo para uno. Saludo breve. Mensaje rápido, claro, gesticulado. Haremos esto, así. ¿Está claro? Quiero que os mováis así, y cuidado con hacerlo de aquella forma. Palmada ensordecedora y al agua, patos que ni siquiera aspiran a cisnes. Luego, a la banda de la piscina media del Ciudad de Cádiz y váyanse a la mierda Bielsa, Simeone y Phil Jackson, todos juntos. Manos abiertas y pegadas a la boca para formar un megáfono de pilas eternas. Ve pasar a cada una de sus niñas, incluyendo a la mía. A cada una, una corrección, una orden gritada con tono de Jane porque el agua, garantía de silencio, conduce mal el sonido. Hay que reforzar el mensaje para que llegue. Y si no llega, se para a la torpona aspirante a sirenita y se le dice, exactamente, cómo tiene que mover las aletas y el mal movimiento de cola que está haciendo. ¿Te ha quedado claro? Pues otra palmada que tiembla el techo y a seguir, que tiene que llegar al otro lado de la piscina. Y volver. Así, una hora. Y cuando se vayan esos peces, aparecen otros, algo mayores, o menores, pero idénticas palmadas y órdenes, para hacer unos ejercicios que nunca se repiten, que pulen cada movimiento hasta llevarlo a la perfección mecánica. Las clases están bien preparadas de antes, se nota. Un ejercicio para cada estilo, los cuatro. Niñas nadando mariposa cuando ni del capullo salieron. Si se portan bien, una vez al trimestre, se baña con ellas un rato porque se mueren por compartir piscina con el impío sargento de peluche. Ella, la monitora Ana, sabe que de cien alumnos de 7 años, puede que uno siga nadando por afición a los 12. El resto quedará atrapado en la Blackberry que, ya se sabe, funciona regular en el agua. Es consciente de que ninguno nadará para competir, por placer, pero persevera y percute, voz y brazos, como si fueran a estar en los Juegos de Londres.

Tengo para mí que gana una miseria, que pasa en la piscina más tiempo que la escalerilla y que su trabajo pende de cualquier capricho de encargado enterado, preboste necio de administración, mil padres idiotas o un recorte más. Ella, como Luther King, siembra en el mar aunque sepa que el mundo acaba mañana. Su cabeza imagina y pretende un millón de brazadas perfectas al día. Sabe que nadie, ni una niña, se lo agradecerá. Pero no se va, no deja de nadar ni consiente que nadie pare. Ella o los suyos llegarán ahogados a fin de mes y se comporta como si fuera a navegar eternamente. Un país que tiene a cientos de miles de veinteañeros como ella tiene que sacar la cabeza. Tocará el borde y parará el crono del miedo por eterno que parezca este largo. Miro cómo trabaja Ana y veo a mi particular señora de la esperanza.