EL MAESTRO LIENDRE

LA TRINCHERA LABORAL

A la tropa asalariada y funcionarial no le une más que el paralizante pavor a perder lo que tuvo mientras duró el timo

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Todos los timos viven de la intención de engañar de las dos partes. Lo enseña el cine: del trilero más cutre a las estampitas de Tony Leblanc y el casino que Sinatra reventó con otros once. Las estafas se alimentan de la avaricia de la víctima. El que sale escaldado quería meter mano y por eso da menos pena. El timador se beneficia. Su culpa se diluye. Resulta menos canalla. Pero es el que gana siempre, el que decidió que sucediera, el que vive del engaño y lo pone en marcha. Algo de eso hay en este pufo gigantesco que llena las calles de indigentes; las parroquias, de gente que estrena la pobreza y los pisos chicos, de pánico. Parece que las víctimas, algunas, unas pocas, quisieron aprovecharse, comprar más de lo que podían o vivir mejor de lo que les tocaba. Picaron, aunque no pusieron en marcha el tinglado. Aún así, esa verdad decretada es una gran mentira. Sólo fueron algunos y durante algún tiempo. Pero han bastado para convertirse en coartada, para dar a entender que todos merecemos lo que nos caiga, como en los timos. Que ni poner una denuncia podremos, por la vergüenza. Esa mala conciencia inducida es la única explicación para que los atracados asuman su condición con tanta pasividad, con algo de flagelo y complicidad. La suficiente para abrir la puerta de casa a los que van a saquearles.

La transición de la sanguinaria dictadura a la democracia no fue tan ejemplar como nos contaron. Puede que ni fuera. Al final, son peores las cien amarillas que la única colorada, esa que nunca llegó. Fue tan indulgente que confundió a todos. Los autores, los ganadores, los fuertes han heredado una sensación de impunidad que aún les dura. Los represaliados, los débiles y los consentidores siguen desorientados tras 30 años hablando solos, farfullando reproches intactos. Ni una sola cuenta se cerró. La herida ni se suturó ni curó y se puede comprobar en cada funeral, en cada juicio, en cada filtración de la Casa Real, en cada denuncia, sentencia, editorial periodístico y campaña electoral. Somos el único país el mundo (digamos 'civilizado') que ni una vez, siquiera una, se sentó en una mesa presidida por un juez. Aunque fuera, como en tantos sitios, para hacer un estético y balsámico paripé. Abrimos trincheras cada semana por tal de dejar cerradas las fosas otra década más. La infección soterrada se extiende. A cualquier institución y poder del Estado, a cualquier terreno, de la Copa del Rey a los claustros. El mercado laboral no iba a ser menos. El frentismo perenne se quita la careta porque mantener una mentira mucho tiempo estresa demasiado. Esto es lo que hay. Lo que durante más de 15 años ha sido deseo y frase de barra de bar, despacho y puticlub (trasunto contemporáneo del casino de pueblo) ha tomado forma de decreto-ley.

Toca elegir bando, como siempre. Por un lado, los empresarios y su ejército de encargados que, en España, siempre pensaron que crear empleo solo es una forma elegante de dar limosna, que se declaran emprendedores pero nunca dejaron de ser nostálgicos dueños, familiares o amigos de alguien. Excluyentes, clasistas y avariciosos hasta la inmolación del negocio. Les enseñaron de pequeños que se lo merecen, que les puso ahí la gracia de Dios. No se consideran parte de un sistema de producción, ni la mitad de nada. Ni están dispuestos a negociar con aprovechados que sólo pretenden vivir a su costa.

Enfrente, una tropa asalariada y funcionarial, fragmentada hasta lo microscópico, acomodada, que no se considera representada por nada ni nadie, incapacitada para la protesta, la estrategia ni la reclamación. No le une más que el pavor paralizante a perder lo que tuvo cuando creyó que el timo iba a caer de su lado. Nos formamos menos de lo que pudimos y debimos. Trabajadores suspirando por una estabilidad que no existe (si existió), envenenados por una píldora que les hace verse en el espejo como privilegiados y absentistas, que votan a la derecha oculta más usurera conocida en generaciones. Ya no tienen perrita (Laika) que les ladre ni muro de contención. Incluso, miles de estos tiesos, toman prestado el pensamiento de la carpetovetónica patronal ibérica según el día, a poco que abran una tienda, un negocio, o den con un empleado perezoso en cualquier establecimiento. Tan podrido estaba ya nuestro mercado que ni siquiera erradicamos nunca las represalias contra las embarazadas. Ese trasnochado frentismo laboral, antes disimulado, ahora público, cada vez tiene más víctimas. Va por cinco millones y nadie cree que se detenga. Los muertos, siempre tan solos, se consideran abandonados por ambos bandos.

Hemos tenido tres décadas para educarnos y romper en mil pedazos estos clichés, para acercar nuestro paleto concepto del empresario y el trabajador al que tienen en otros países donde, qué cosas, siempre tienen más renta 'per cápita' y muchísimo menos desempleo.

Esta reforma y este paro es lo que somos, lo mismo que hace 35 años: un ejemplo de atraso.