DE LA UTOPÍA A LA HERRIKO-TABERNA
Lástima que no pueda desalojarse de los despachos a los que han mantenido abandonado Valcárcel durante diez años
Actualizado: GuardarResulta difícil ver y escuchar con tanto ruido, entre manos levantadas, mientras vuelan insultos, gritos y malos deseos de doble dirección. Pero hay que intentar entender, acertar a entrever lo que parece importante, lo que fue la idea original. Para conseguirlo hay que dejar a un lado las amenazas de unos pocos, pero perseverantes, violentos que se apropiaron de la ilusión de, al menos, cinco centenares de ciudadanos soñadores. En algún caso les despertaron a chillidos. También hay que apartar los chismes de los que quieren 'mano dura' porque sí, que se imponga la ley que siempre ampara a los mismos, protege la propiedad (muy) privada y el orden establecido que tan bien les va (a mí también, seamos honestos).
Hay que esquivar porrazos de policías nerviosos y provocaciones de aspirantes a héroes de la revolución. Hay que ignorar a los que confunden lo publicado con lo deseado por el que escribe por oficio, a los que piensan que todos manipulan o están manipulados, a los que no distinguen empresas de trabajadores, error de ataque perverso, ni respetan la discrepancia, a los que consideran que escribir 'okupa' es un insulto aunque luego lancen a diario proclamas por la ocupación. A los que todo lo arreglan gritando «facha» a todos los que no piensan exactamente igual.
Las carreras, los golpes, los uniformes y los bastinazos han convertido el movimiento de Valcárcel en una barra brava en la que resulta imposible ver el brillante germen del 15M, que ilusionó, encendió, movilizó y agrupó a tantos. El que le daba razón de ser. Del pacífico levantamiento cívico que deslumbró a la herriko-taberna en un trayecto de apenas siete meses.
La degeneración que sufre todo proceso asambleario, colectivista y libertario tiende a convertir la utopía en gulag. La participación mengua pronto, los autoritarios siempre se imponen y se sustituye una jerarquía por otra, una fuerza bruta por la siguiente.
Esa decepción, el nuevo sueño en el cajón, no impide que muchos lamentemos que se acabó Valcárcel. Ni que nos alegremos de que sucediera. La ocupación pareció un gesto de protesta y reivindicación tan bello como inteligente durante el verano. Prolongó el sueño del Palillero (nuestra versión de la Puerta del Sol) y demostró que la anestesia global aún encontraba cuerpos (y mentes) que la rechazaban. Muchos, casi todos, estábamos entre los que les deseaban lo mejor porque la idea de remozar, dar uso, cuidado, vida y lustre a un tesoro enorme, miserablemente abandonado por la ineptitud, era una hermosa forma de protestar, de concentrar el espíritu de todo aquello.
Obvio que no era legal, pero parecía justo, poéticamente justo. Y la ley suele burlarse de la lírica. El movimiento reivindicó el uso del mayor edificio monumental, protegido (?), de La Viña, ese que ilustra el estado general de la ciudad: condiciones espléndidas, capacidades incomparables, pero parálisis, paro, inutilización, abandono. Al menos -se equivocaran o no- hacían algo, no destrozaron nada, mejoraron, sanearon y organizaron muchos actos, algunos con nombres y talentos ilustres, y actividades de atractivo y utilidad.
Pero eso duró unos meses, los primeros, en los que hubo ciudadanía, ilusión, ganas, proyectos. Llegó el otoño. La idea se desgastó, los mejores tenían ocupaciones, la mayoría plural y primaveral que daba sentido dejó de ir, asustada ya en algunos casos. Los que resistían equivocaron el objetivo, empezaron a buscar enemigos en cada palabra, interna y externa, que les contrariaba pero eso forma parte de nuestras miserias humanas. Siempre pasa. En todo. Pero es preciso recordar que Valcárcel lleva diez años cerrado. Es una repulsiva vergüenza sin justificación. Ni siquiera la crisis, que sirve de coartada universal. ¿Qué argumento había entonces en 2004, en 2006, cuando atábamos los perros con longanizas?
Es una pena que no se pueda desalojar de los despachos a los que por acción, omisión, inacción y sumisión a sus intereses permitieron que ese lugar (y Tiempo Libre, Escuela Náutica, Puerto América, El Olivillo...) se caiga de mierda en una ciudad que necesita de todo y tiene a 55 delegados de tres administraciones distintas «trabajando en ello» y solucionando nada. Pero cobrando. No hay policías para pedirles cuentas a los que lo han permitido durante diez años. No hay normas, ni denuncias. Ahora, dicen, vuelven a trabajar en ello. Ojalá que la misma presión contra los ocupantes, la misma gente que ha rezado por el desalojo, ejerza desde este mismo momento el mismo empuje, el mismo malestar, para que no siga otros diez años abandonado, ni diez meses.