EN TIEMPOS DE DESOLACIÓN
Actualizado: GuardarSomos de extremos, no lo podemos evitar. Vamos del blanco nuclear al negro oscuro sin darnos cuenta, como sin querer tener en cuenta aquella teoría de los extremos y los polos opuestos que formulara Faraday y que viene a decir, más o menos, que cuanto más lejos estén dos cuerpos mayor es la fuerza con la que se atraen. Tanto es así que estamos acostumbrados a formular la ley en los siguientes términos «O estás conmigo o estás contra mí», o noche o día, nada de grises ni de medias tintas. Somos de extremos, no lo podemos evitar.
De esta dicotomía se han venido beneficiando siempre los pescadores en los ríos revueltos, que suelen ser los ríos más transitables, los de mayor caudal y los más poblados de peces incautos, para ir creando compartimentos estancos en la sociedad. Eres de izquierdas o de derechas, del Cádiz o del Xerez, de tinto o de blanco, de Coca-Cola o de Pepsi, de Belén Esteban o de la Campanario, ateo irredento o semanasantero rendido. Ya lo decía Javi Osuna hace ¡veinticinco años!: «Si te gustan las navidades, eres tonto de nacimiento, y tonto de capirote si por abril te gusta el incienso», en una chirigota que, si fue rompedora -así la siguen calificando todavía y eso que era de lo más ingenua- en su tiempo, hoy levantaría los paños de cualquier altar, porque también en eso nos hemos hecho extremistas, «tradicionalistas», ultramontanos y los más frikis del mundo entero. O conmigo, o contra mí, ya se lo dije.
Y como resulta que, si no queremos caldo, nos arriesgamos a que nos den tres tazas, es por lo que andan los cofrades -ojo, no confundir necesariamente con todos los católicos- repartiendo caldito a diestro y siniestro. No hay un pregón, sino muchos, porque cada titular -es la manera de llamar a los Cristos y las Vírgenes- tiene el suyo, tan particular como el patio de mi casa. No hay un cartel, sino muchos, porque cada cofradía se empeña -¿cuánto cuesta editar un cartel?- en tener el suyo. No hay una revista cofrade, hay por lo menos tres, cada una con un nombre más extravagante, 'A paso Horquilla', 'Getsemaní' o 'Plenilunio' -que parece la quinta entrega de la saga de los vampiros aquellos de Stephenie Meyer-. No hay unos cultos, hay veinte mil. No hay una procesión, hay un traslado -aunque sea a la casapuerta de al lado-, un viacrucis, un besapié, y una subida al paso. Y todo, en nombre de una tradición que no se sabe muy bien de dónde ha salido, pero que ha hecho un hueco tan grande en nuestra ciudad que es necesario todo un equipo de espeleología para meterse en la zanja. Y haciendo caso omiso al consejo de San Ignacio de Loyola, ya saben, aquello de «en tiempos de desolación no hacer mudanza», lo primero que hacen es cambiar el nombre de las cosas -lo hizo Prince y hasta lo hace la Universidad, miren si no lo del edificio Constitución de 1812, antes conocido como la Bomba- y ya no existen penitentes, sino nazarenos, ni existe el control de salida, sino la papeleta de sitio, ni existen Cristos ni Vírgenes, sino amantísimos titulares, ni existe el traje, sino el terno, ni existe el Viernes de Dolores, sino el de Pasión, ni existen las túnicas, sino el túnico, ni existen los capirotes, sino el antifaz, ni existe la Catedral, sino la Seo. En fin. Que algo está cambiando y no siempre para mejor, qué quieren que les diga. Al pregonero, también conocido como Vocero, ya no sólo le regalan las tapas para su discurso, sino los folios y hasta la tinta -no de un calamar, como la canción de Carmen Sevilla- para la impresora -¿llegaron a preguntarle la marca y todo?- y andan todos como locos buscando en los foros la predicción de tiempo por si caen cuatro gotas y el «valiosísimo» patrimonio cofrade gaditano pudiera verse expuesto a la inclemencia de la lluvia. Eso, por no hablar de los profundos debates sobre el sentido de la carrera oficial, del horario infantil al que nos someten en los desfiles procesionales -ya lo dijo Romo Madera, en Cádiz de toda la vida, se ha comido, se ha merendado y luego se ha ido uno a ver las procesiones- o sobre «las recogidas», intensas tormentas de ideas que luego se quedan en cuatro gotas, las mismas que amenazan siempre.
Las mismas que hacen que el resto de la sociedad, los del otro extremo, se queden con las hojas del rábano para hacer con ellas una corona de burlas, de mofas y desaire no ya por lo diferente, sino por lo que, en el fondo, es exactamente igual que ellos, porque, no conviene olvidarlo, los extremos se tocan. Tanto, que en esta carrera hacia ninguna parte, unos por exceso y otros por defecto, han ido derramando por el camino el tarro de las esencias. Han ido desperdiciando la harina y aprovechando el afrecho de la vanidad, de la fanfarria de la apariencia y han dejado atrás lo más importante.
Qué más da de dónde vengan los tiros si al final hay que rendirse ante una primavera que explota de olores y sabores, de tardes eternas y de noches de terrazas y amigos, ante una saeta o ante una esquina donde se hace carne un dios que muere y resucita cada año, ante unos niños que juguetean con las horquillas y los tambores. Qué más da si el terno es oscuro o más oscuro, si la carga es una carga, o si la matraca es castellana o de la Patagonia. Qué más da si Marta Meléndez aprovecha los trenes baratos para prometer un museo cofrade, o para dignificar la carrera oficial o para pedir que declaren la Semana Santa fiesta de interés turístico internacional, con el único interés de arañar unos votos. Qué más da si creemos que vamos o que venimos.
No hay nada peor que una identidad excluyente, aquella que por reafirmarse, deja de lado y menosprecia cualquier aspecto del juego social. Las cosas no son tan sencillas nunca, no todo es dulce o amargo. Hay más sabores, pruébenlos esta semana, en la variedad es donde está el auténtico gusto.