Sangre desbordada
El historiador Paul Preston describe el holocausto español
Actualizado: GuardarRota, Cádiz. Julio de 1936. Han pasado apenas unas horas desde que una parte del Ejército se haya rebelado contra la República. Un grupo de falangistas y guardias civiles recorre la localidad y detiene a 60 liberales e izquierdistas. No hay acusación, no hay proceso, no hay defensa. Todos son torturados y después fusilados. Los autores del asesinato les cortan las orejas -no se sabe si antes o después de su muerte- y las exhiben por el pueblo como trofeos. Semanas después, en Barbastro (Huesca), grupos de radicales fuera de control ponen al clero en su punto de mira. La acusación es genérica, estar a favor de los rebeldes, pero ni el obispo ni los 105 sacerdotes asesinados en la pequeña diócesis son juzgados ni ven reconocidos sus derechos. Son solo dos ejemplos de las atrocidades que se dieron durante la Guerra Civil lejos del frente. Paul Preston, uno de los investigadores que más y mejor ha indagado en la Historia reciente de España, lo cuenta en un libro que está destinado a convertirse en imprescindible para entender un siglo abundante en sangre e ignominia. 'El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después' (Ed. Debate), que llega hoy a las librerías, es una narración pormenorizada de hechos que demuestran hasta qué punto el rencor hizo que muchos, a un lado y a otro, perdieran el último resto de humanidad.
¿Cuántas personas fueron asesinadas entre julio de 1936 y abril de 1939 fuera del campo de batalla? Preston estima que alrededor de 200.000. De cada cuatro muertes, una fue obra de los republicanos y tres de los rebeldes. Esa es ya la primera gran conclusión del libro: hubo crímenes en ambos bandos, sí, pero fueron cuantitativa y cualitativamente diferentes. En lo cualitativo porque mientras el bando rebelde actuó de manera organizada y sistemática, buscando aniquilar a todos aquellos que hubiesen defendido la República o se mostraran tibios con el levantamiento militar, en el republicano fueron grupos aislados los responsables de la violencia en la mayor parte de los casos. Preston documenta incluso esfuerzos muy serios -aunque con frecuencia inútiles- por parte de las autoridades republicanas para poner fin a los asesinatos.
Los años previos al levantamiento militar habían sido tiempo de siembra: se había inoculado el revanchismo, la desconfianza, el odio en definitiva, hacia quien pensaba distinto. Los enfrentamientos entre campesinos y terratenientes, la quema de iglesias, las huelgas revolucionarias, las amenazas continuas por parte de sectores del Ejército, los boicots a la República y sus leyes, habían creado en muchas zonas un clima semibélico. Preston explica también cómo la experiencia militar en Marruecos había 'endurecido' de tal manera a mandos y soldados que habían olvidado el significado de la palabra 'humanidad'.
Desde el primer momento
Las atrocidades comenzaron en el minuto cero del levantamiento. En la noche del 17 al 18 de abril, solo en el Marruecos de dominación española, los rebeldes pasaron por las armas a 228 personas: todas las que se oponían al golpe. En los días posteriores, Andalucía occidental se convirtió en un infierno. Un bando decretaba el fusilamiento inmediato de quien se opusiera a la sublevación. Militares y falangistas, dirigidos por Queipo de Llano, aplicaron la norma al pie de la letra: muchos ancianos murieron por tener hijos republicanos, centenares de adolescentes y jóvenes pagaron con su vida por el padre izquierdista que había huido, numerosos niños pequeños fueron condenados a morir de hambre por culpa de la ideología de sus progenitores.
También el azar jugaba con la vida de las personas. En el barrio sevillano de Triana y en represalia por la muerte de dos falangistas, en agosto de 1936, fueron detenidos y asesinados 70 vecinos del lugar por el 'delito' de pasar por la calle cuando los soldados rebeldes fueron a tomar venganza. Unos días después, entre quienes esperaban su muerte frente al paredón, estaba una mujer de Aznalcóllar a punto de parir. El pelotón esperó a que el bebé viera la luz. Luego dispararon contra la madre y mataron a culatazos a la criatura.
En muchos lugares, los militares rebeldes prohibieron a la familia llevar luto por los asesinados. Se trataba de negarles incluso el derecho al dolor. O la oportunidad de contar lo vivido. En la carretera de Málaga a Almería, la marina y la aviación rebeldes dispararon sin piedad contra civiles que huían. Hubo más de 3.000 muertos en aquel ejercicio de tiro al blanco contra mujeres aterrorizadas, hombres acabados y niños hambrientos. Huían de la represión desatada en Málaga, donde Queipo de Llano llenó las cárceles hasta reventar y organizó procesos sumarísimos en serie. Uno de los jueces más proclives a firmar condenas de muerte fue Carlos Arias Navarro, que había estado preso en la ciudad.
La represión aplicada por las autoridades rebeldes o los grupos de falangistas que se movían bajo sus órdenes fue durísima incluso en localidades que estuvieron desde el primer momento de su lado y en las que no se había dado agitación en meses anteriores: sucedió en lugares como Valladolid -donde se llegó a detener a gente por el solo hecho de sospechar que oía emisoras de radio de Madrid-, Salamanca o Zamora. En esta última ciudad, fue detenida y encarcelada Amparo Barayón, esposa del novelista Ramón J. Sender y madre de una niña de siete meses que fue también a prisión. Tres meses más tarde, en noviembre de 1936, fue ejecutada. No había participado en política, pero era culpable de estar casada solo por lo civil con un escritor republicano y haber criticado el ambiente densamente reaccionario de su ciudad. Eso, el ambiente de una población, terminó por condenar a muchos. Cuenta Preston que la única razón de muchas denuncias -que según quién las hiciera terminaban en una condena a muerte- fue la codicia de los bienes o de la esposa ajena.
Algo similar sucedió a Leopoldo Alas, hijo de 'Clarín', que había sido rector de la Universidad de Oviedo. Muchos pensaban en la capital asturiana que al matar al hijo algunas familias de rancio abolengo estaban saldando una deuda con su padre, por el retrato que de ellos hizo en 'La Regenta'. En otros casos, como en los bombardeos de Durango y Gernika, la brutal represión en Santander o la saña desplegada en el saqueo de Badajoz por el general Yagüe y sus tropas -Preston recoge fusilamientos masivos en la plaza de toros, violaciones y robos a mansalva- ni siquiera se hicieron distinciones ideológicas. Aunque los crímenes más brutales se reservaban para los casos especiales, como el de una miliciana detenida cerca de Santa Olalla (Toledo) que fue encerrada en una habitación con 50 soldados moros.
¿Dio la orden Carrillo?
¿Y en el bando republicano? El despliegue de brutalidad masiva duró solo unos meses, hasta que el Gobierno pudo a duras penas controlar a los grupos que decidieron tomarse la venganza por su mano. Pero el relato de episodios de sangre es también variado. Las dos ciudades donde se registró la mayor presión de los grupos extremistas sobre derechistas y el clero fueron Madrid y Barcelona. En la capital de España, la mayor atrocidad, a juicio de Preston, se dio en Paracuellos, uno de los episodios más enigmáticos de la guerra. ¿La orden de matar a los militares presos de uno de los convoyes que salían de Madrid la dio Carrillo, como dicen algunos en tono acusatorio? A Preston le ocupa más de veinte páginas de letra apretada concluir que el futuro secretario general del PCE no cursó esa instrucción, pero tampoco está libre de toda responsabilidad, quizá por omisión.
Al margen de ese episodio están bien documentado que alrededor de 8.000 personas murieron víctimas de la violencia política en la capital en el segundo semestre de 1936. En una sola noche, tras la publicación de un artículo de Pasionaria alertando sobre la 'quinta columna', 200 personas fueron pasadas por las armas. En Alicante, incluso la CNT denunció a quienes aprovechaban el ambiente bélico para resolver rencillas personales. En Cartagena, 200 militares presos en buques fueron arrojados al mar y condenados a una muerte segura en una sola noche.
En Euskadi y Cataluña, las autoridades trataron por todos los medios de frenar la violencia y en parte lo consiguieron. La Generalitat quiso impedir la quema de iglesias, pero había tanta gente armadas en las calles que era imposible controlarlo todo. Para evitar más asesinatos, llegó a facilitar pasaportes a más de 10.000 ciudadanos, que pudieron de esa manera eludir la muerte abandonando la ciudad a bordo de buques de bandera extranjera. Curas y frailes formaron uno de los grupos más numerosos entre las víctimas porque centenares de milicianos patrullaron las calles durante semanas deteniendo a quien fuera vestido con hábito o sotana. Con el paso de los meses, las víctimas no fueron solo personas de ideología conservadora: los comunistas se volvieron contra antiestalinistas y anarquistas. Así murió Andreu Nin. Un siniestro personaje llegado de Rusia y conocido como Alexander Orlov estaba detrás de muchos asesinatos. A él nunca le preocupó la amenaza de los rebeldes: siempre estuvo más interesado en eliminar a los críticos con el comunismo ortodoxo.
En ese escenario, hubo héroes, personas que se jugaron la vida por atajar esa orgía de sangre. Manuel de Irujo, nacionalista vasco y ministro del Gobierno republicano, espantado ante tanta crueldad, pidió en numerosas ocasiones que cesara la violencia. «Más se pierde con un crimen que con una derrota», dijo. Y en los días postreros de la guerra, el párroco interino de San Francisco, en Vinaroz (Castellón), protestó antes las autoridades por unos juicios en los que la culpabilidad de los reos se daba por cierta sin necesidad de prueba alguna y la ejecución era el final ineludible para todos. No son tiempos para sutilezas legales, le contestaron. El párroco se llamaba Vicente Enrique y Tarancón.