Imagen de un satélite en que se muestran los desperfectos registrados en los reactores de la central de Fukushima. El número 3, segundo por la izquierda, es el más dañado. :: AP
MUNDO

La espera de la nube radiactiva deja vacías las calles de Tokio

Encerrados en casa, los ciudadanos aguardan el desenlace de los desesperados intentos por enfriar los reactores de Fukushima

TOKIO. Actualizado: Guardar
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Son las siete de la tarde y en el barrio de Ginza, el corazón comercial de Tokio, no se ven más que filas interminables de taxis aparcados a ambos lados de la calle, desierta, con sus conductores aburridos al volante. Por las aceras, casi vacías, apenas transitan peatones y la mayoría de las tiendas están cerradas. Cualquier otro día, sus callejones estarían abarrotados de ejecutivos que acuden a cenar tras salir de la oficina y bellas mujeres enfundadas en elegantes vestidos de noche a las que sus adineradas parejas recogen en limusinas negras. Pero no esta semana. Con una gigantesca área metropolitana en la que viven más de 30 millones de personas, es difícil que Tokio parezca una ciudad fantasma, pero lo cierto es que se ha quedado vacía por el pánico que ha desatado la amenaza de la fuga radiactiva procedente de la central de Fukushima.

En la tradicionalmente concurrida estación de Tokio no hay carreras ni empujones y se echan de menos las riadas de pasajeros inundando los pasillos y los vagones. Por suerte para ellos, los pocos que toman el metro se libran de ser empujados al interior de los coches por revisores enchaquetados con guantes blancos. En circunstancias normales, así ocurre en las horas punta cuando hace falta enlatar a los viajeros como sardinas. Y en la intersección de Shibuya, famosa por el paso de cebra más transitado del mundo, los peatones pueden cruzar de un lado a otro sin chocarse entre ellos.

«Desde el tsunami del viernes, he tenido un 50% menos de clientes», se queja Naki Morita, un joven que regenta un pequeño restaurante, uno de los pocos abiertos en Ginza. «Japón se hunde por el terremoto, el tsunami y el escape nuclear», se lamenta agitando gráficamente hacia abajo su dedo pulgar derecho, como hacían los emperadores romanos en el Coliseo.

Millones de tokiotas se han encerrado en sus casas sin ir a trabajar por miedo a las partículas radiactivas que están liberando los reactores siniestrados de Fukushima, que ya habrían llegado a la capital nipona. Las autoridades siguen insistiendo en que sus niveles no son nocivos para la salud, pero los habitantes de la capital han hecho acopio de víveres, agua, mantas, sacos de dormir, linternas y velas para recluirse en sus hogares durante el tiempo que se prolongue la alarma nuclear.

Una radiografía dental

En el momento de la radiación más intensa, cada tokiota ha recibido una cantidad de partículas contaminantes diez veces inferior a las que adquieren al hacerse una radiografía dental. Ayer subieron los índices, pero la falta de transparencia del Gobierno ha acabado enervando al director general de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Yuyika Amano, quien ayer tildó la situación de «muy grave» antes de anunciar su inmediato viaje a Japón. «No tenemos todos los detalles de la información, así que estoy intentando mejorar la comunicación», aseguró en Viena.

Coincide con él Kozue Sakai, una joven de Saytama de 26 años que se confiesa «muy asustada por el escape radiactivo» y acusa al Gobierno nipón de «no dar toda la información para no sembrar el pánico entre la población». Kozue sabía que «las plantas nucleares eran peligrosas», pero reconoce que «jamás pensé que algo así podría ocurrir».

Mientras tanto, en la central de Fukushima no solo luchan contra el fuego, batallan contra el destino. Con la planta atómica fuera de control y parcialmente en ruinas por las explosiones de los últimos días en varios de sus reactores, los técnicos intentan enfriarlos para impedir que se sigan produciendo fugas radiactivas.

Ayer parecía que el Gobierno japonés había tirado definitivamente la toalla cuando ordenó la retirada de los últimos 50 operarios que quedaban en la central, que tenía 800 empleados hasta hace solo seis días. Un nuevo fuego se había propagado por la noche en el reactor número 4, rajado por unas grietas de ocho metros en la vasija que lo protege, lo que volvió a disparar la radiactividad hasta niveles intolerables para la salud.