Nuestros tsunamis
Actualizado: GuardarCuando ocurre una catástrofe como la de Japón nos damos cuenta de que los dioses no nos tienen el menor aprecio. Dicen que no ocurría nada igual desde hace siglo y pico, pero vaya usted a saber, porque la mal llamada Madre Naturaleza ha alcanzado mucha edad y ya se le olvidan la mitad de las cosas. No había televisión cuando lo de Pompeya y no podemos comparar, pero desastres como este hacen que reivindiquemos nuestra desvalida condición de intrusos en el planeta azul, una especie eventual de gusanos a merced de los acontecimientos, que son inmisericordes. La rebelión del agua construyó torres altas como rascacielos para desmoronarlas tierra adentro y eso nos pilló mientras andábamos atareados en nuestras pequeñas cosas: hablando del ofrecimiento de Nueva Rumasa al señor Botín de cambiar brandy por deudas, o de los robos de los políticos más duchos en ese menester. También de asuntos más graves, como el rescate de las cajas y el sosiego de los mercados financieros, que están nerviosísimos, o del terrible Gadafi, que está reconquistando lo que se apropió.
La verdad es que vivir es una cosa muy rara: obliga a mirar todo lo que pasa por nuestros ojos. Por eso la leyenda atribuye a Demócrito, que fue contemporáneo de Sócrates, el deseo de arrancárselos. Tampoco hay que ponerse así. Vivir para ver.
¿Reconocerá la Unión Europea a los considerados «rebeldes» libios? Sarkozy y Cameron los consideran un interlocutor válido, pero el sátrapa más rico del mundo les sigue bombardeando. Nuestros tsunamis son más moderados. El robo del convento cisterciense de Santa Lucía, que en la primera denuncia era de millón y medio de euros, se ha quedado en 450.000, una vez contados más cuidadosamente las bolsas de plástico donde estaba el botín. Así que «`Viva la Madre Superiora!». Los hechos importan menos que su manera de repercutir en nosotros y el océano Pacífico, que siempre ha desmentido su nombre, está más bien lejos.