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La cólera de los Dioses

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Escribo estas líneas impresionado por las imágenes que minuto a minuto se actualizan en los periódicos digitales del mundo sobre el terremoto que ha asolado el norte de Japón. Reconozco que tenía intención de escribir sobre los ríos y las olas de risa que el carnaval desparrama por las calles del casco antiguo de Cádiz, pero tienen tanta fuerza las imágenes del sunami causado por el maremoto, que parece una frivolidad hablarles de las ilegales. El bramido de las enormes olas que arrasan todo a su paso hace pensar en la fragilidad de una civilización tan soberbia como para despreciar los gritos que el viejo planeta emite ante la agresión disparatada a la que está sometido en nombre del desarrollo económico y el consumo. Y su eco en las lejanas costas de Oceanía, Australia o América, recuerda la evidencia de un único ecosistema, un único hábitat que hace ridícula la idea de soberanía nacional que ha sobrevivido hasta el siglo pasado.

Los barcos desparramados sobre los muelles como juguetes rotos. Las casas flotando a merced de una ola que arrasa autopistas y campos con la naturalidad con que el agua de la acequia inunda el surco, mientras flotan sobre ella, ingobernables, las pequeñas raíces y trocitos de ramas secas.

Las autopistas, plegándose primero como papel maché, y luego desapareciendo todo rastro de su existencia, devolviendo el paisaje al estado de naturaleza para mostrar sus entrañas de tierra y roca, como si nunca hubieran sido sepultadas bajo millones de toneladas de hormigón, acero y asfalto.

Fábricas que se inundan y transforman sus naves en torpes galeones que se convierten pronto en amasijos de acero y aluminio arrumbados con restos de casas y camiones en fondos de saco. Los depósitos de combustible se incendian y explotan como fuegos de artificio de un mundo de liliputienses. Es aterrador ver desde el aire cómo la ola avanza destruyéndolo todo mientras unos metros más adelante los automovilistas, como pequeñísimos gnomos, circulan ajenos a la inmensa ola que segundos más tarde los engullirá en su seno para siempre.

Conmueve ver las olas del sunami llegar por el mar, aparentemente despacio, hasta alcanzar la tierra firme (¡que paradoja!) y avanzar rápidamente sin que en apariencia nada pueda detenerla. Ni siquiera la Virgen de la Palma, como cree la devoción popular que ocurrió con el maremoto de Lisboa.

Las catástrofes como ésta, recuerdan la fragilidad del ecosistema construido por el hombre, aún en casos como el de Japón, el país más preparado para soportarlos. La alarma nuclear decretada ante la existencia de posibles fugas radioactivas, a consecuencia del terremoto, debiera ser argumento suficiente para paralizar cualquier veleidad aún en tiempos de crisis.

Pero, sobre todo, debería hacer reflexionar acerca de los límites del crecimiento para ir asumiendo una filosofía de la vida y un modelo de crecimiento que minimice el riesgo de que el viejo planeta acabe reventando por las costuras.