MILAGROS RODRÍGUEZ BRINES
Actualizado: GuardarHace tiempo que me llama la atención el acelerado progreso de maduración humana y cristiana que experimentan esas personas que, como Milagros, se decidieron a regresar a ese mundo que en su juventud habían abandonado para vivir protegidas en los recintos sagrados de los claustros. Esta mujer fuerte, abierta y generosa, fue de las primeras religiosas que, ya en aquellos años sesenta, tuvo valor para, despojándose de hábitos y de poses anacrónicos, convivir con sus convecinos y para gastar sus energías sirviendo a los que más sufren. A mí me sorprendió la lucidez con la que, ya desde entonces, ella comprendió que la mejor manera de vivir y de explicar su fe no era buscando protección en un refugio que la defendiera de la vida dura, conflictiva y deshumanizada de la calle, sino –como la sal, la levadura o las semillas– mezclándose con las gentes para ayudarles a pasar de la violencia a la paz, de la confusión a la claridad, de la agitación a la serenidad, del caos a la belleza de la creación.
Ella, que contempla los gestos de Jesús y que escucha sus palabras con la misma sencillez y con idéntica naturalidad con las que los contemplaron y escucharon sus discípulos más directos, pretende explicar con su conducta esa paradoja evangélica según el cual la exclusiva preocupación por la propia supervivencia, en vez de hacernos más fuertes, nos debilita. Milagros está convencida de que la fórmula práctica para vivir nuestra vida es invertirla en beneficio de otros. Por eso decidió no encasillar su existencia sino abrirse a un horizonte más amplio que le permitiera explicar sus hondas convicciones y vivir su vocación acompañando, conviviendo y compartiendo con los pacientes los sufrimientos y las angustias. Ella sabe muy bien que sólo es posible vivir la fe cristiana estando presente en los otros hombres, respirado la misma atmósfera, atenuando los dolores del cuerpo y mitigando los sufrimientos del espíritu, suavizando las angustiosos interrogantes y aumentando la capacidad de hacernos sentir menos solos. Milagros, con sus gestos sobrios y con sus actitudes discretas, nos anima para que nos despojemos de poses ridículas, de fórmulas estereotipadas, de posturas artificiales que, máscaras inútiles, ocultan o disimulan nuestra radical pequeñez. «Tenemos –como hace mucho tiempo le escuché– que confiar en el amor misericordioso de nuestro Padre que está en el cielo y en la tierra, en las iglesias, en las calles, en nuestras casas y en el fondo de nuestro corazón».
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