(SOBRE)VIVE
Actualizado: GuardarDe la ventanilla del coche tirado en la segunda fila fluye una cancioncilla de melaza. Habla de un tipo paseando por la vereda tropical, la noche plena de quietud, con su perfume de humedad. En la parada del bus, el hombre del walkman le vanta la cabeza: «Manda cojones». Algo le molesta, vaya usted a saber qué, pues Madrid es una de las ciudades del mundo en la que más se ejerce el derecho urbanita de cogerse un cabreo monstrua por la razón más peregrina. Es el fuego espontáneo.
Madrid también tiene algo de videojuego: salta, corre, dispara, corre, salta de nuevo, agáchate... Tiene su gracia, aunque la próxima pantalla aterra: el universo de la reforma laboral y las huelgas. El paro y el otoño se vienen encima como un manto de niebla helada que ocupa en silencio las calles tan rectas. Poco a poco se llenan con el hielo de las neveras viejas los monumentos, las aceras, después los portales y esas oficinas cada vez más vacías en las que seres grises bailan el swing mientras les disparan en los pies. En las tripas calientes del Metro, el ejecutivo de maletín y la limpiadora boliviana se han mirado las caras de reojo. Con la crisis, la gente ha vuelto a mirarse, aunque sea un vistazo furtivo en el que vibra, detrás de la desigualdad voraz, una red de corazones solitarios, de almas iguales en un fondo ciego por el que intentan palparse las ilusiones, la capacidad no tan perdida de emocionarse, los mismos miedos mordiéndoles el vientre. Se miran. Hasta parece que se han sonreído y en ese momento se ha venido un viento templado y lejano de sales, gaviotas y cañones en las esquinas, con el Cádiz viejo, azul y sabio mesando el pelo como el abuelo al nieto recién caído, guiñando un ojo y susurrando al oído: «(sobre)vive».