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El Palmar de Troya

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Mallorquín cúbico, Rafael Jaume, vivía corriendo siempre como si un río de lava incandescente le chamuscara las posaderas. Prototipo de balear, culto y transcultural como Ramon Llull, no era chueta, más no siéndolo, poseía habilidades judaicas como si lo fuera. Embajador de España, épico y cabal, sentía a España circular por sus venas con el mismo calor rojo y castizo del magma apasionado que parecía perseguirle. Esas habilidades, obsesiones, ahorrativas, le instaban en aquella ocasión en Chicago a no coger un taxi. Llegar al aeropuerto utilizando los servicios públicos no era compatible con nuestra urgencia. Perdíamos el vuelo. Mucho se nos debía notar nuestro desasosiego ibérico por encontrar una parada de autobús, ya que un cochazo con tronío torero se paró y una voz de inmigrante recalcitrante nos ofreció auxilio. En silencio aliviado, lo abordamos. Aquel ángel motorizado se llamaba Nazario a secas y era de Lugo, si bien llevaba treinta años haciendo las Américas. Nos confesó que debía su fortuna a la fundación, con otro transterrado leonés, de una iglesia sin temor a la apostasía. Salieron de la indigencia gracias a la herejía, asegurando que ellos, por si las moscas, seguían practicando la fe católica en la competencia. En el avión, agradecidos y sosegados, nos acordamos de El Palmar de Troya y de la secta del papa Gregorio XVII, concluyendo que Nazario y su socio eran unos herejes serios. Decentes. Profesionales que no habían cometido la profana grosería de coronarse como papas o elevarse a los altares uno al otro. Habían creado una especie de supermercado de la fe para descarriados, construyendo una iglesia inspirada en la Sagrada Familia gaudiana; iconoclasta para que cada feligrés encontrara su alivio sin modelos. No se concedieron poderes omnímodos de excomunión o de beatificación y santificación, ni otras atribuciones sacramentales, pero sí, al menos, la del otorgamiento de bulas, donde radicaba el pingüe negocio. Pasearse por Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, otearla desde el peñón que la domina, un gigantesco púlpito telúrico, permite hacer un exhaustivo levantamiento catastral de catedrales, heréticas, sectarias y folclóricas la mayoría, muchas de credos importados, pareciendo que resulta ser más sencillo erigir un templo y difundir una fe trapisondista que gestionar una alcaldía. Sobre todo, que hacerla rentable, e incluso, convertirla en gran negocio mesiánico. Una iglesia, rigurosa o licenciosa, se cimenta sobre ritos, paganos o no, sobre mitos y anhelos de inmortalidad y redención. En las heterodoxas, no se exige título para ser misionero profético, ni se votan los nombramientos para gurú sectario. Menos aún: no se piden certificados de decencia, talento de gestor, ni declaración de bienes. Una ganga sin calendario cuatrienal.