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Tot barretjat(*)

Los sondeos detectan que una parte del inependentismo catalán ya habla castellano

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En las soleadas terrazas de la plaza mayor de Lleida, a la hora del vermú, los camareros atienden sin distinción las comandas en catalán y en español, pero la palabra mágica que une en la comunión del aperitivo nacional a unos y otros es «la barretja». Esa ración de olivas, berberechos, pepinillos, cebolletas, aceite de oliva virgen y pimienta que, servida con un buen vermout de Reus, mitiga las resacas o prepara las cañerías en el tránsito hacia la escudella. «Tot barretjat» vendría pues a significar «todo revuelto» (*). Como la política catalana. Como una sociedad que desde el ocaso del pujolismo ha entrado en un acelerado proceso de desbarajuste y confusión sin hallar un proyecto de país que ponga armonía en las fuerzas que crujen tratando de ajustarse bajo la tarima nacional. Los más recientes análisis demoscópicos de opinión han detectado un fenómeno, hasta ahora inédito: una parte del independentismo catalán ya habla castellano. El rastro conduce a bolsas, todavía pequeñas, de votantes que han dado el salto a la solución independentista no por razones identitarias, históricas o atávicas sino porque ha calado en ellos, tras el martilleo de los últimos años, la consigna del agravio, del expolio fiscal de Cataluña por España. Con seguridad el presidente del Barça, Joan Laporta, ha olfateado el filón de papeletas que puede estar esperando un banderín de enganche. Y las colas en los referéndum populares, alegales, folclóricos de este invierno han estado articulando sigilosamente un movimiento decepcionado de los partidos tradicionales y esencialmente irritado con el aturdimiento del país.

Detrás de las consultas independentistas también empieza a aflorar dinero privado de empresarios importantes interesados en encauzar la desafección por la política tradicional hacia una especie de movimiento que haga de la consulta el nuevo instrumento de la vida pública y de la fuga catalanista. El viento es favorable a la aparición desde abajo de otras plataformas, que como Democracia Social, plantea la recuperación de la autoestima perdida de Cataluña aprovechando que se ha producido un desdibujamiento colosal de los perfiles de los partidos clásicos. ¿Alguien conoce realmente qué persigue ahora Convergencia i Unión, aparte de recuperar el poder? Bajo sus siglas todavía exprimiendo los últimos restos de la herencia pujolista conviven docenas de idearios, proyectos, lobbys, grupos de presión que Artur Mas hace como que pastorea. La turbulenta sucesión de Pasqual Maragall por José Montilla y la preferencia de éste por el colegio alemán reflejan, en el otro lado, el fracaso del proyecto de catalanización del «cinturón rojo» de Barcelona. Y el PP también confuso en su obsesivo afán de no dar miedo, pierde a Montserrar Nebrera, que ofrecía un recambio de futuro y se aferra a la sonriente y resistente Sánchez Camacho mientras el discordante Alejo Vidal Cuadras imparte doctrina por la TDT.