TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

CÁDIZ EN AQUEL IRREPETIBLE 28-F

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Llovía a ratos sobre la provincia de Cádiz aquel día de entre semana que por primera vez sería festivo: la fiesta de la democracia y nunca mejor dicho. Pero aún no era el día oficial de Andalucía, que se celebraba en la calle cada 4 de diciembre y habían pasado tres desde que el asesinato impune de Juan Manuel García Caparrós, en Málaga, había inspirado un pasodoble inolvidable de Raza Mora.

Andalucía toda había salido del Movimiento y entraba en la movida, de la mano de pintores gaditanos como Costus, Guillermo Pérez Villalta y Chema Cobo. Era una democracia de arte y ensayo, donde los cines proyectaban películas 'ese' o 'equis', aunque algunas siguieran teniendo tardíos problemas con la censura, como 'El imperio de los sentidos' durante su frustrada proyección en el festival de Alcances o había cines que salían sospechosamente ardiendo después de proyectar 'El caso Almería', como ocurriera con el Fuentenueva, en Algeciras.

Ese año, Paco de Lucía organizaba su histórico septeto donde él y sus hermanos abrazarían la percusión de Rubem Dantas y el jazz de Jorge Pardo y Carles Benavent. Mientras, Camarón de La Isla saboreaba todavía las mieles y las incomprensiones de 'La leyenda del tiempo', el disco que había aparecido justo un año antes. Pero el canon flamenco del momento todavía oscilaba en torno al mairenismo con José Menese con un referente principal, al que se sumaba Manuel Gerena, que treinta años después vive en Cádiz. Fernando Quiñones, lo mismo que había traducido la ópera 'Carmen' al español con el apoyo esencial de José Ramón Ripoll, lograba unir las voluntades tan diversas de Chiquetete y de Rocío Jurado en 'Andalucía en pie'. Pero Andalucía era ya pasto de otros ritmos, desde Carlos Cano que estaba alumbrando 'Crónicas granadinas' a los cantautores gaditanos Javier Ruibal -a punto de publicar 'Duna'-Serafín Martínez, Ana Forero, Juan Mariscal y muchos otros. O el rock de 'Imán Califato Independiente' al 'Cai' rockero que alumbraría al jazzista Chano Domínguez, o los 'Simun'.

En 1980, tuvimos Ley del Divorcio y buena parte de la Iglesia se movilizaba en su contra: las comunidades cristianas de base, más allá de esa controversia, también pensaban en blanquiverde. Horacio Lara, Jesús Maeztu, Goyo López o José Araujo eran los referentes gaditanos de otra iglesia posible. Existían varios grupos feministas en la provincia pero aún faltaban cinco años para la primera Ley del Aborto: Londres o Portugal eran los destinos habituales de quienes pretendían interrumpir su embarazo. Los andaluces de 1980 ya sabían experimentar con anticonceptivos, aunque fallasen las cuentas o se pinchase el globo. Al menos, el adulterio no era ya un delito y en el paisaje callejero, empezaban a crecer los bingos y los sex-shops, que despertaban recelo entre los espíritus puritanos. La homosexualidad seguía siendo un pecado social pero no eran pocos ni pocas los que se atrevían a salir del armario. Por aquel entonces, por otra parte, comenzaron a prosperar los locales donde actuaban divertidos travestis o transformistas, mientras en los primeros pubs se consumían porros a escondidas. Las pintadas ácratas y divertidas, así como los primeros 'graffittis' de los nuevos pintamonas urbanos, fueron sustituyendo a los mensajes políticos en los muros de aquella segunda transición, que estrenaba libertad religiosa, sindical y política, pero que empezaba a rezongar de tantas manifestaciones y afloraban los primeros pasotas. El Sida todavía no arrojaba oficialmente la alargada sombra del ciprés sobre esta tierra, pero los yonquis caían a manojitos por consumir heroína adulterada o más pura de la cuenta. Las maquinitas tragaperras salían de los casinos e invadían los bares para convertir, a veces, en ludopatía el inocente acto de ir a comprar el pan.

Los gitanos habían dejado de ser legalmente forajidos y un gaditano de Puerto Real, llamado Juan de Dios Ramírez Heredia, se había convertido en el primer diputado español de dicha etnia. «Dios está echando horas extras para arreglar a España», aseguraba José María Pemán, mientras que Rafael Alberti volvía a ser un poeta en la calle, después de entregar su acta de diputado.

El pacifista Gonzalo Arias saltaba la Verja cerrada de Gibraltar, el castillo de Castellar se convertía en un paraíso jipi y un autosafari servía de frontera entre Málaga y Cádiz. La capital no estaba rodeada por Napoleón sino por los peajes: los dos de la autopista y el del puente Carranza que no sería suprimido hasta 1983.

El Carnaval ya había reconquistado febrero y los ecologistas habían logrado parar la nuclearización de Andalucía: aunque a cambio, el Plan Nacional de Energía de aquel año consagraba al carbón como materia prima para alumbrar la resurrección andaluza que, por el momento, abrió una controvertida central térmica en Los Barrios.

Diamantino García no sólo comandaba la nave del Sindicato de Obreros del Campo, sino que se perfilaba como un combatiente de larga duración a favor de los derechos humanos, mientras los jornaleros del SOC peleaban en la sierra gaditana.

José María Ruiz-Mateos estaba a punto -tres años después- de que le expropiaran el imperio de la abeja, pero por entonces acababa de comprarle a los duques de Medinaceli, la finca La Almoraima y había llegado a un acuerdo con Felipe González para devolverle al pueblo de Castellar la antigua dehesa boyal. El empleo comunitario, las ayudas europeas y el turismo empezaban a cambiar del revés el perfil de la Andalucía rural. Y es que de forma inapreciable, fuimos pasando del ultramarinos al hipermercado Y de la mercería a la boutique.

Hasta Blas Infante, de ser el nombre de un soldado desconocido por el andalucismo y las libertades, comenzó a popularizarse como padre de la patria andaluza. Aquel irrepetible 28 de febrero no sólo éramos andaluces sino que por ver primera, casi todos a una, fuimos andalucistas.