REFLEXIONES
En su casa viven cinco personas. No trabaja ninguno -oficialmente- pero entre todos reúnen más de dos mil quinientos euros al mes
Actualizado: GuardarJuan repite la misma rutina cada mañana, bien temprano. Llega a la biblioteca del barrio con las tres películas diarias que conforman su mundo bajo el brazo, para llevarse otras tres y volver a acomodarse en la comodidad en la que vive desde hace años. Se lleva también todos sus sueños escondidos bajo un esquijama azul que no se quita ni para dormir, y repite como un mantra en el mostrador del bibliotecario «si tuviera trabajo, no vería tantas películas», revolviéndose con una mano los pocos pelos que le quedan, «a mi edad -tiene cuarenta y tres, tan mal llevados que nadie lo diría- qué otra cosa puedo hacer». Perdió su trabajo y vive -eso cree él- del desempleo, «son seiscientos euros», dice como si le hubiera tocado la primitiva, «pero se acaban pronto». Una vez lo llamaron para un contrato, pero ni se presentó: «Me iban a pagar mil euros y entre lo que me costaba el autobús y el gasto diario de la comida, no me compensa, no. Mejor me quedo con los seiscientos». Y viendo películas. Vive -eso cree él- con un sobrino, también parado, que se vino de Castellón después de pasar los mejores años de su juventud envasando naranjas: «Se peleó con el jefe y no le renovaron más», dice su tío, «es que el jefe quería que echara horas, y ¡hombre!, él tenía que salir y entrar como cualquiera de su edad ¿no?». No tiene prestación de desempleo, «porque le viene mal llegarse a la oficina por las mañanas temprano». Y allí están los dos, sin pagar el alquiler «no nos da» desde hace dos meses. Y viendo películas.
A su sobrina tampoco le llega con la ayuda familiar. Pero el asistente social le ha comprado un dormitorio para el niño «de la tienda que ella dijo y los muebles que ella dijo, no le iba a poner al niño cualquier porquería». Su sobrina tiene muchos gastos, la pobre. El café con las otras madres después de dejar al niño en el colegio «ella tiene también derecho», el paquete diario de tabaco y las estampitas de fútbol «es que el chiquillo no va a ser menos que los de su clase». El niño pasa los fines de semana en Urgencias. Una vez se cayó en el colegio y se dio un golpe en la cabeza. Su sobrina fue y le echó cojones a la señorita por no prestar atención en el recreo «para eso cobran y tienen muchas vacaciones», le dijo que la iba a denunciar en Delegación, y luego se llevó al niño a Urgencias. El médico, después de ver cómo el niño de tres años jugaba a la NintendoDS con gran precisión dijo «no tiene nada, sólo será un chichón». Pero su sobrina pidió una segunda opinión «para eso tiene derecho», esta vez con un neurólogo. Y consiguió que le hicieran un TAC, «los golpes en la cabeza son muy malos», dice su tío. Para el TAC -«al final no tenía nada»- tuvieron que esperar un rato, pero mientras, les dieron en Urgencias la comida «el niño estaba esmayaíto» y de paso consiguieron pañales para su hermana -la llevaban también a Urgencias por si lo del golpe en la cabeza se contagiaba- y un biberón. Le había dicho una vecina que tenían derecho a todo mientras estuvieran en el hospital. Tenía razón. La misma vecina les dijo que fueran a la asistenta social a pedir los reyes para los niños, pero el año pasado no les dieron lo que los chiquillos habían pedido «ni siquiera la PSP, los muy miserables», y como les pareció mal, no volvieron. La vecina sí que sabe. En su casa viven cinco personas. No trabaja ninguno, -oficialmente- pero entre todos reúnen más de dos mil quinientos euros al mes, sin contar lo que le dejan los erasmus, que eso lo tienen para pagar las facturas de los móviles y las letras que les quedan del viaje a Disneyland Paris. La luz y el agua se los paga Cáritas «que para eso están» y la comida la traen de un comedor social «aunque muchas veces la tiran, porque es una porquería» y piden una pizza.
Juan envidia a su hermano y su cuñada porque tienen un piso que les tocó en un sorteo. No podían pedirlo porque ya tenían uno en propiedad en un pueblo cercano, pero como querían vivir cerca de la familia, arreglaron los papeles del divorcio, «pero de mentira, tú sabes», él dijo que no tenía donde caerse muerto y ya pudo solicitar el piso. Le tocó, claro está. Ahora viven aquí felices y pasan los fines de semana en el pueblo, «como segunda residencia», dice Juan. El niño de su hermano no quería estudiar, pero le dijeron que si iba al instituto le daban cuatrocientos euros, y ahora tiene una televisión en tres dimensiones «de las más grandes» en su cuarto. Para ver películas, también. Su hermana tuvo menos suerte porque cuando se quedó embarazada del tercer hijo «quitaron el cheque» y aunque «pidió la pastilla o el aborto», el médico fue un malage y tuvo que quedarse con el niño. Por eso no puede trabajar, ni hacer cursos, ni estudiar, ni tener un oficio, pero el beneficio lo encuentra en la iglesia, «que va allí y le dan la ropa para el chiquillo y luego el novio de ella la vende en el mercadillo» y sacan por lo menos para unas cervecitas «¿qué van a hacer si son jóvenes?, ¿encerrarse a llorar?, ¿ver películas, como yo? No hombre, no».
Juan vuelve a llevarse los tres últimos capítulos de Perdidos. No sabe por qué, pero está enganchado a esa serie «a ver si sacan pronto otra temporada», dice, «que esta ya me la sé de memoria». Y se revuelve de nuevo los pocos pelos que le quedan, y se encoge de hombros cuando alguien le dice lo mal que está la cosa, «¿a mí me lo vas a decir?».
Y se va como ha venido.
Pensando quizá en que cuando maten a la gallina de huevos de oro, todavía podrían hacer un puchero con ella.