EL MAESTRO LIENDRE

Lo que se va con Chano

Al ver volar las cenizas del dueño de la alegría, asumimos que nos quedamos en un sitio que ya será irremediablemente peor

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Es lo que pasa con los buenos, que son capaces de escribir, cantar o expresar lo que pensamos los demás justo cuando se nos ocurre, cuando aún es pensamiento silencioso. Antes de que lo digamos, lo tecleemos o lo contemos. Todo lo que se nos ocurrió a la mayoría de los gaditanos cuando escuchamos eso de «Chano Lobato se ha muerto» ya lo contó, abrillantado, Juan José Téllez hace una semana en estos mismos papeles.

Como es imposible expresarlo con más claridad o cariño, como es una quimera ilustrarlo con más recuerdos preciosos -que están a préstamo en la memoria de unos cuantos afortunados-, sólo queda dejarse llevar por esa punzada que incluso hace desear irse con Juan.

Cádiz será mucho peor sin el señor Ramírez Sarabia. Será más esaboría, más falsa, más corta y más sorda. Porque ése que se ha largado ejercía y representaba todo lo mejor de la ciudad que fue, que creemos que fue y que desearíamos que fuera con el único cambio de la miseria desterrada.

No se trata de llorar por aquellos tiempos en que los flamencos estaban tiesos, los cuatro listos administraban su miseria y un boniato era un tesoro que racionar durante una semana, para nueve de cada diez gaditanos. Pero se va todo lo bueno que convivió con aquello.

Al ver volar las cenizas del dueño de la alegría resulta fácil que se cuele algo en los ojos, que los ciegue de tristeza y melancolía. «No, no estaba llorando. Faltaría más, ante el inventor de la alegría. Es que se me ha metido alguna mijita», entraban ganas de decir.

Es irresistible sucumbir a la añoranza por aquel Cádiz de supervivencia obrera, anónimos vecinos que inventaban coplas y cantes, ropa remendada, sabios analfabetos y putas que alimentaban a decenas de familias decentes.

Es inevitable pensar que todo, aquí, valdrá menos sin esa riqueza intangible que se marcha con el cantaor que mejor contagió su contento, que supo mostrar la otra cara del flamenco solemne y desgarrado, para decirnos lo que ningún catedrático puede: que lo que tenemos y lo que somos suena con distinto compás.

Eso que Chano Lobato y todos nuestros pocos viejos cabales nos transmitieron tratan ahora de recordarlo, a toda prisa, los salvadores que antier quisieron borrarlo de nuestras mentes, mientras nos hipnotizaban con el becerro de oro. No hay más salvación que el son y la alegría, nos decía don Juan sin mencionarlo. No hay otra verdad que cantar cuando se quiere. Si esperamos a que vengan los tiempos buenos... mudos todos.

Chano sabía que nunca llega el momento adecuado. Cualquiera que haya entendido Cádiz lo asume pronto. Hay que provocarlo, decretarlo de forma individual e innegociable.

La ciudad será menos sin Chano. Nunca volverá a ser aquella misma y entran ganas de dejarla, de tirarse por los mismos bloques que custodian la Cárcel Real, esa caja negra de músicas nocturnas que los presidiarios abrían algunas noches aunque el barrio fingiera desoirlas. Si hay un motivo para quedarse a este lado del pretil es disfrutar de una vecina del maestro de la alegría, que con 60 años recién cumplidos muestra cada día que heredó su don para repartir fuerza, gracia y ejemplo, para ignorar dolores. A lo mejor porque nació cerca.

Si nos quedamos mirando desde el Paseo del Vendaval en vez de lanzarnos abajo es porque tenemos la secreta ilusión de conseguir que otros gaditanos de 15 meses cortos o de 5 enormes años, se conviertan en herederos de esa forma de vivir que consigue mejorar la de todos a su alrededor. Si todavía mantenemos el tipo, aunque ya no estemos repeinados ni llevemos flor en la solapa, es porque algunos nuevos cantaores incansables, algunos bailaores de futuro imponente, algunos profesionales soñadores y unas cuantas chirigotas nos prometen que es posible conservar su forma de ser, la canela de Chano, en un relicario invisible, sin envolverla en plástico.

Aguantaremos porque creemos que será posible enseñársela a los que merezcan descubrirla, a los que se resistan a las doctrinas de los teóricos mentecatos que quieren hacernos a todos iguales para ser los únicos distintos. Para combatir a esos falsos y noveleros que usan el peligroso disfraz del amor a Cádiz pero sólo pretenden aprovecharse de lo inocente y lo buena que es la vieja, para llevarse lo poco que le queda.

Ojalá -aunque sea en otras circunstancias, con menos fatigas, en cualquier oficio, con otras herramientas- los que vienen detrás de los que ahora estamos tirados sean capaces de contagiarse al oler el alma de Chano a través de grabaciones o fotografías del maestro feliz.

Habrá que resistir y engañarse. Este verano, una tarde, a la vuelta de la playa, el sol convertirá cualquier calle del centro en el camino de baldosas amarillas. Habrá que agachar la vista cegada por un sol que, como don Juan sabía, sólo para por aquí. Habrá que contener la sonrisa incontenible de alegría que provoca esa luz. Habrá que pensar que esa fuerza sobrenatural, capaz de hacernos niños, también puede reencarnar su bondad y espantar malages.

Habrá que creer que Chano Lobato siempre va a estar al final de esa cuesta para contarnos otro maravilloso embuste: que los genios de Santa María celebran el Domingo de Resurrección cualquier día. Más o menos cuando les da la gana.