Momento del beso que se dieron Alberto de Mónaco y su esposa, Charlene. / Efe
BODA REAL

Alberto II y Charlene se vuelven a dar el «sí» en su boda religiosa en Mónaco

La nadadora solo tardó 15 minutos en convertirse en princesa de Mónaco

MADRID Actualizado: Guardar
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Hubo boda. Hubo ‘sí, quiero’ (en este caso un escueto ‘oui’ pronunciado por la novia). Y hubo beso en el balcón. Alberto de Mónaco y sus 35.000 súbditos monegascos pueden respirar tranquilos. Charlene Wittstock ya es princesa de Mónaco y, como diría Fellini, ‘la nave va’. El diminuto principado encaramado a una roca frente al Mediterráneo tiene motivos para confiar en su continuidad dinástica. Atrás queda ese amago de huida, apócrifo o no, de la novia. Atrás, la leyenda más rosa que negra del novio, que para remate ha hecho coincidir su enlace con el día del Orgullo Gay, dando pie a todo tipo de jocosos comentarios... Por delante, la boda religiosa de mañana, el auténtico espectáculo, el broche de oro con el que Mónaco pondrá punto final a estos tres días de fastos nupciales, diseñados como una fabulosa y rentable maniobra de limpieza de imagen y promoción turística. Una ceremonia a la que no acudirá representación de la Corona española.

Seguro que la nadadora olímpica Wittstock nunca llegó a imaginar que un día pasaría de plebeya a alteza serenísima en menos de lo que tarda en hacerse un largo de piscina. Charlene, de 33 años, y Alberto, de 53, se dieron el ‘oui’ ayer, viernes, poco antes de las cinco y media de la tarde, en el salón del trono del palacio Grimaldi, el mismo escenario en el que se casaron por lo civil Grace Kelly y Rainiero hace 55 años. La ceremonia, de apenas quince minutos, fue oficiada por Philippe Narmino, juez decano del principado, secretario general de la Cruz Roja de Mónaco y recientemente promovido por el propio Alberto II a jefe de los servicios jurídicos monegascos, no sin ciertas críticas por parte de quienes le consideran un hombre de turbio pasado. Tras pronunciar una breve introducción en inglés, francés y monegasco, Narmino continuó la ceremonia en francés, la lengua oficial de la ciudad-Estado. La primera en dar su consenmiento fue Wittstock con un escueto ‘oui’, que fue secundado por otro de su novio que, cómplice y emocionado, primero le guiñó un ojo y luego le besó la mano.

Ochenta invitados

Ochenta invitados, entre familia y amigos de los contrayentes, hicieron que el salón del enlace civil recordara por momentos al famoso camarote de los Hermanos Marx. La más conmovida, Estefanía, que no pudo reprimir las lágrimas. Fuera, en las engalanadas calles de Montecarlo, más de tres mil monegascos y curiosos llegados de otros lugares (mayormente, Francia), vestidos en muchos casos con sus mejores galas y agitando banderines de Mónaco y Sudáfrica, pudieron seguir la ceremonia a través de gigantescas pantallas instaladas al efecto.

La novia, con el pelo recogido en un moño bajo y rematado con un amago de tupé, llevaba un dos piezas de Chanel en azul hielo con vestido palabra de honor de falda larga y vaporosa y chaqueta de solapa estrecha. Más delgada de lo habitual (como si la conversión en princesa llevase aparejada una automática pérdida de peso), Charlene, cuyos labios y rostro registran ya el paso del botox y el hialurónico, se mantuvo sonriente en todo momento e incluso, durante el saludo desde el balcón, hizo amago de apoyar su cabeza en el hombro de su recién estrenado marido, como lanzando, por si alguno aún lo dudaba, un mensaje no verbal del amor que le profesa. El novio, cuyos hijos naturales no estarán presentes ni en las bodas ni en las tornabodas de su padre, lucía, además de una impecable calva, un traje de chaqueta negro combinado con camisa blanca y corbata del mismo color en seda de raso.

El primer beso llegó inmediatamente después del ‘sí quiero’, ante los invitados más íntimos. Los novios pasaron después a firmar el acta matrimonial con una pluma Montblanc diseñada especialmente para la ocasión en oro y piedras preciosas. Como testigos tuvieron a un sobrino de la fallecida Grace Kelly, por parte del novio, y a un nieto de la ya legendaria tía Antonieta, por parte de la novia. Ya convertidos en marido y mujer, Charlene y Alberto salieron al balcón del salón de los espejos de la residencia Grimaldi. Eran las seis de la tarde, la temperatura pasaba de los 25 grados en Montecarlo y el ambiente se encontraba caldeado por los cientos de curiosos que se agolpaban bajo las ventanas del palacio. No podían defraudarles.

Así que el príncipe y la nueva princesa de Mónaco se dieron el esperadísimo beso ante los hurras y los aplausos del pueblo. O tal vez habría que decir del público, pues el beso resultó bastante cinematográfico. Tal vez por culpa de los nervios, les quedó pelín descentrado, aunque no tanto como aquellos besos castos y apócrifos de las películas de antaño, en los que, como buena actriz, fue consumada experta la oscarizada Grace Kelly. En este caso no hubo Oscar, pero sí alfombra roja e incluso banda sonora compuesta especialmente para la nueva princesa de origen sudafricano.

Gigantesca pamela

No podían faltar las inefables hermanas del novio, que también se asomaron al balcón. Carolina lucía un vestido azul celeste de manga corta y también de Chanel, como el de la novia (Karl Lagerfeld es su modisto de cabecera), y una exageradísima pamela de diámetro comparable al de una plaza de toros. Tal vez pretendía que nadie se le acercara demasiado, en especial su hermana, a la que no dirige la palabra desde hace años. Ambas salieron juntas al balcón, pero no revueltas. Como parapeto interpusieron a sus hijas, las princesas Camilla y Alexandra, encantadísimas con el jolgorio. Estefanía, por contraste con su exquisita hermana, no llevaba pamela e iba envuelta en un vaporoso vestido en tono gris piedra con escote palabra de honor drapeado que resaltaba su prominente busto.

Carlota, la primogénita de Carolina, también recurrió al azul pálido (sin duda el color del día) con un etéreo vestido corto, rematado por una pamela de paja que era como la de su madre, pero a escala. De Ernesto de Hannover, el todavía marido oficial de Carolina, ni rastro. Igual que le ocurrió en Madrid, en la boda de los Príncipes de Asturias, Carolina tuvo que asistir sin él a la ceremonia. En aquella ocasión, según se dijo, por culpa de una tremenda resaca del de Hannover. En esta, porque la relación entre ambos está tan deteriorada y distante que en Mónaco ya sólo se espera un inminente comunicado oficial de divorcio. En este caso, de una boda no sale otra, como dice el refrán, sino una separación sonada.

Una cerveza especial

Finalizados los saludos, besos y aclamaciones, y una vez recogido el presente que entregó el pueblo monegasco a los nuevos contrayentes como regalo de boda, comenzó el cóctel que Alberto y Charlene de Mónaco quisieron compartir con sus paisanos en la Plaza del Palacio. Se degustaron platos mediterráneos y sudafricanos, a cargo del hotel Fairmont de Montecarlo, en colaboración con su homólogo de Zimbali (Sudáfrica). La Baserie de Mónaco sirvió una cerveza creada especialmente para la ocasión y bautizada con el nombre de ‘Boda Principesca’. Y por si el ‘marriage’ entre África y la vieja Europa no fuera suficiente síntoma de globalización, los recién casados y unos 6.000 invitados pudieron disfrutar, a partir de las diez y media de la noche, de un espectáculo de luz y sonido en el puerto de Hércules, un concierto de dos horas de Jean Michel Jarre que se pudo seguir simultáneamente y en directo por el canal Euronews y YouTube.

Era de esperar que los novios se retiraran pronto a sus aposentos. Hoy les espera una agenda apretadísima, pues se celebra la boda religiosa, la verdadera boda olímpica, con más de 4.000 invitados. Y, como dijo Freddie Mercury, ‘show must go on’. El espectáculo debe continuar.