EL MAESTRO LIENDRE

DOS DOMINGOS DE MAYO

Algunos de los que han tenido empleo visible, remuneración generosa, se reían de todos y ahora se ven como los que les gritaban

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Durante el pasado Concurso del Falla sucedió algo intrascendente, inadvertido quizás por banal. Un cuarteto que recibía duras críticas de los cronistas dirigió una frase a los periodistas concentrados ante la hilera de portátiles en el foso: «A ver si el año que viene estáis todos en el paro». La maldición, lejos de ser improbable, desprovista de humor, mostró hasta qué punto nos duele ahora el empleo. Antes, cuando alguien se consideraba ofendido, mentaba a la parentela del faltón. Ahora, le desea que se quede sin trabajo. Hasta ese punto ha calado la sensación de que los que se caen del barco -miles a diario hace años aunque durante mayo una zodiac rescatara a unos pocos- no van a volver a trabajar o lo harán de forma penosa, solo tras mucho tiempo de paro y tras introducirse su orgullo, cualquier derecho social y la última nómina que recordaban por donde amargan los indultados pepinos.

Ese gesto espontáneo de desear el paro a alguien como gran muestra de odio hace pensar que el trabajo es ahora un bien que todos respetan como nunca hicieron, con el que los que pueden juegan como siempre quisieron. Merece pocas maldiciones. Total, ahora parece como la muerte. No tiene ningún mérito desear lo que nos alcanzará a todos.

Durante los dos últimos domingos, muchos hemos visto como algunos que han tenido misión pública, empleo visible y remuneración generosa los han perdido de un día para otro. Alguno de esos se han burlado durante meses, durante lustros y décadas, de las ilusiones y las incertidumbres de sus clientes, de sus seguidores, de los que se creían representados. Muchas veces, muchos de ellos, han respondido a esas expectativas con burlas, con la exhibición de su gran coche, su billetera, su mejor ropa y la inalterable sonrisa del que no tiene ningún problema material, del que nunca ha superado ninguna prueba para disfrutar lo que tiene e, incluso, resultar conocido a los demás. Si no se reían de la queja de los que les pedían alivio, simplemente las ignoraban que no se sabe qué es peor.

Ni siquiera el hecho de que su situación desahogada, cómoda, estuviera sustentada por dinero público, al menos, colectivo, les hacía mostrar algo de respeto, un mínimo afán por responder a su obligación. Muchos de ellos pensaban que sus contribuyentes, los abonados, nosotros, éramos poco más que gilipollas, pobres al fin y al cabo.

Si osabas criticar su actitud, si tratabas de analizar algo que creyeras un error y pudiera llevar a su, confirmado, carajazo aún era peor. Ni siquiera servía la obviedad de que la crítica es una muestra de afecto, un desvelo por un proyecto común, un grito de que, más o menos, les necesitábamos. Nada. Directamente, te convertías en amenaza, en un desharrapado molesto que no comparte su causa y amenaza sus merecidas compensaciones.

Como los del cuarteto, ellos deseaban el paro al periodista, o al albañil, o al estudiante. Incluso, al primero, le comprometían, le agredían traficando con la información que manejaban por su cargo, esa que daban al que les interesaba, para sobrevivir. Llegaban a ofrecer mentiras a los que viven de intentar contar algo parecido a la verdad. O te escupían aquello de que «tú cobras con la publicidad que yo pago». Creían que su palabra era imprescindible, que siempre serían noticia o interés, que dispondrían para siempre del privilegio de la mirada de todos. Pero resulta que no. Han bastado dos domingos para dejarlo claro. Esos que creyeron su propia importancia están ahora aplastados por sus errores. Ahora se sienten como los que les llamaban desde la acera o la grada.

Quizás solo merecen toneladas de abandono, espuertas de silencio, indiferencia por arrobas para que entiendan que tuvieron ocasión de ayudar, de cumplir, y se cachondearon, que su papel era hacer y consolar pero prefirieron regodearse cuando estaban enchufados, cuando mandaban o solo obedecían a su jefe, a su ambición, no a la realidad.

No merecen que les devuelvan la misma maldición ni que nadie se haga mala sangre deseándoles una ruina. Basta con olvidarles y en eso hemos hecho asombrosos progresos durante el pasado mes de mayo. Tantos, que resulta difícil recordar si estamos hablando de un equipo de fútbol, un partido político o una multinacional.