Tribuna

¿Certificados de buena conducta del imán?

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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No hace tanto, el certificado de buena conducta del párroco era entre nosotros un requisito indispensable para ciertos actos de la vida civil. Era un tiempo en el que un arzobispo podía prohibir ciertos tipos de bailes por «inmorales», o un cura tapar la salida de luz de un proyector para anular besos procaces o meros arrumacos. Y, ya no como historia oída a los mayores, o leída, sino como vivencia propia, en las profundidades de la más temprana infancia conservo el recuerdo de aquellos ayunos imperativos de cine en viernes santo, o de música profana radiada en los días álgidos de la Pasión. Por eso me conforta tanto vivir en un Estado en el que ninguna confesión religiosa tiene carácter estatal, un Estado emancipado de la autoridad de intérpretes de la voluntad divina, que ya no dictan sus reglas a los ciudadanos. Pero, también por eso mismo, me inquieta en extremo la facilidad con que un sector de la sociedad actual cede ante los ataques sistemáticos, sucesivos y bien planificados, de minorías religiosas que pretenden convertir en normas jurídicas lo que no son sino costumbres culturales ancestrales, como el uso del velo femenino o la segregación en piscinas públicas entre personas de distinto sexo, desterradas de entre nosotros en buena hora y con no poco esfuerzo de modernización y secularización por parte de todos.

Para que el pluralismo no degenere en relativismo, es preciso defender sin tregua un difícil equilibrio entre los principios mínimos que tienen que ser iguales para todo ciudadano y aquellos otros que nadie puede imponer a los demás, porque constituyen maneras diversas de buscar la felicidad y de entender y dar sentido a la vida y a la muerte. Pero ese equilibrio, en una sociedad democrática, sólo puede alcanzarse conjugando la perspectiva de lo ético, de lo político y de lo jurídico. En este sentido, es un grave error negar el carácter de principio mínimo «innegociable» a la igualdad de mujeres y hombres ante la Ley, o a la libertad de expresión, o a la aconfesionalidad del Estado. Sin embargo, un importante sector de nuestras sociedades parece empeñado en sacrificar algunos de esos valores principales, dolorosamente conquistados por nuestra cultura, en favor de una «multiculturalidad» que, de hecho y de derecho, implica volver a los fueros subjetivos medievales, es decir, a la configuración de una sociedad donde a cada grupo se le aplica un Derecho diferente, según su procedencia religiosa.

La incomprensible complacencia y comprensión con que buena parte de la izquierda europea contempla los desmanes y las atrocidades de regímenes y grupos islamistas, es injusta con las personas de esos estados, que están privadas de las libertades políticas y económicas que nosotros disfrutamos, y a las que también ellas tienen derecho. Esta actitud pretendidamente «progresista» es, además, suicida, porque a nadie se le oculta el afán imperialista y agresivo de esos regímenes. Sin molestarse en disimulos, importantes organizaciones políticas con posibilidades de alcanzar el poder, e incluso estados soberanos, declaran sin pudor su voluntad expansionista y, abanderando su identidad religiosa, su propósito de acabar con «el mal», encarnado, según ellos, en la democracia liberal occidental. Por eso, promoverlos, consentirlos, o simplemente infravalorar sus amenazas, es ayudarlos a cavar nuestra propia fosa como sociedad libre y democrática.

El valor de la democracia debe avanzar. La radicalidad fundamentalista requiere tolerancia cero. Comprometamos nuestro apoyo político al Islam moderado y demos su sitio a los musulmanes que viven entre nosotros, respetando el ámbito de privacidad al que tienen derecho, pero sin retroceder un ápice en el respeto a la Constitución y a las leyes, que son las mismas para todos. Las alianzas políticas no deben lanzarse sin más, como aventuras impulsadas por el instinto electoral a corto plazo, sin la fundamentación y la coherencia que exige su encaje en la estructura ética y jurídica que vertebra a la sociedad y al consenso que nutre la convivencia.

La izquierda europea tiene que evitar repetir los mismos errores que cometió en la segunda mitad del siglo XX con el comunismo. Y la derecha liberal, por su parte, no debe adoptar políticas apaciguadoras como la empleada con Hitler antes de la II Guerra Mundial, considerando que el verdadero enemigo era otro. ¿Qué más tendrán que hacer los fundamentalistas islámicos para convencernos de que hoy son el enemigo más inmediato de nuestra cultura, de nuestro proyecto y, en general, del humanismo? ¿Cuántos horrores deben producirse en los países sometidos a la Sharia para que nuestros «progresistas» defiendan las conquistas civiles y políticas del progreso?

Si los que entre nosotros defienden a los islamistas no renuncian a su frívola e irracional postura, no será por falta de información, sino por malsano impulso autodestructivo y por incomodidad con las exigencias derivadas de la libertad individual, nunca conseguida del todo por nuestra civilización, pero sí buscada. La amable predisposición de esta izquierda para comprender la complejidad cultural del islamismo del burka y la Sharia, se vuelve agresividad e intransigencia cuando se trata de la religión cristiana que empapó este lugar del mundo marcado por la filosofía griega y el Derecho romano, la religión que, no por casualidad, profesan los padres, o los vecinos, o algún amigo. Sorprendentemente, la tolerancia que se prodiga al líder religioso islamista, se torna intolerancia cuando el líder es católico o judío (la última visita del Papa ilustra bien la diferencia de trato). Pero es precisamente esta aparente contradicción la que revela la verdadera naturaleza del filo-yihadismo, que no es auténtico respeto a la libertad religiosa y de culto, sino una forma soterrada de intolerancia hacia la tradición judeo-cristiana, una forma de contracultura tan imprudente como insustancial.

Poco después de acabar la II Guerra Mundial, George Orwell consideraba que la capacidad de criticar a Rusia y a Stalin era «el test de la honestidad intelectual». Hoy podríamos recurrir al mismo mecanismo, utilizando el islamismo radical como referencia: ¿es usted capaz de criticar el islamismo radical, sin pudor ni matices multiculturalistas?