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Fábula del uno de diciembre

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Verán que ella estaba perdiendo por puntos una batalla sentimental y vinieron unos análisis a tirarla por 'nocaut' contra la lona. Y sepan que anduvo varios meses sintiéndose estafada, preguntándose si aquello no era cosa de la generación de sus hermanos mayores, de una era que quería ponerle mordaza al amor libre y hacinaba a los espíritus inquietos en las cárceles de una jeringa. Despertaba pensando que era todavía aquella noche de San Juan en la que arrojaba a la hoguera matas de romero, para que se llevase lo malo y le trajese lo bueno. Pero el espejo la convertía algo así como un porcentaje de estadística, una leprosa sin campanilla ni isla de Molokay, una mujer joven en el corredor de la muerte como si acaso todos no estuviéramos siempre en el más oscuro calabozo, así reza el cante, de la cárcel de Utrera. Debo decirles que hubo un día en que ya no más pena, penita, pena de sí misma. Que se echó a la calle como en aquel viejo cantable de Perales que tanto le gustaba a su vieja, buscando un amor distinto, una suavísima ráfaga de levante cómplice, un gesto de afecto o un tipo afable que le terminó confesando: «Bueno, ¿y qué? Yo padezco de úlcera». Y resulta que no tenía monos en la cara, que al menos contaba con un curro en los tiempos del cólera de la crisis, que descolgaba el teléfono y al otro lado de la ciudad o del mundo encontraba un eco amigo y hasta volvía a hacerle gracia Woody Allen y la fijación de la Santa Madre con los preservativos. Claro que esperaba que las noticias fueran milagros y cruzaba los dedos a cada prueba, al ver el índice Nikey de los indicadores del bicho. No tardó mucho en apreciar que gozaba de una ventaja respecto a quienes no estaban sometidos a tan frecuente veredicto: ella sabía cada día lo que estaba en juego, esos veintiún gramos de energía que nos mueven. Ya no percibía la íntima lástima de los primeros meses sino una rabia ubérrima contra quienes habitan las enormes urbanizaciones del Prejuicio, esquina con el bulevar de la Sospecha y la avenida de la Ignorancia. Y ahora, eso sí, cada 1 de diciembre, llama al comité anti-sida y sacan las pancartas. Contra el hacinamiento de los presos, no sólo maltratados por el virus rosa sino por una atención deficiente. Contra el desprecio hacia los yonquis que sobreviven a duras penas hipnotizados por la metadona y con sus anticuerpos cayendo en picado como dividendos en las bolsas. Es entonces cuando ella grita con la ira de antaño. Pero no contra el VIH sino contra quienes lo hicieron posible y contra quienes todavía padecen un síndrome peor, el de creerse definitivamente a salvo de la vida.