UNA HIJA DE DIEZ AÑOS
La noticia de que una niña daba a luz un bebé en Jerez nos ha bastado para ver que una película de Disney se puede convertir en gore
Actualizado: GuardarDe cuando en cuando, el mundo feliz en el que creemos vivir se tambalea, y se abren grietas por las que se hacen realidad nuestras peores pesadillas. Es entonces cuando la mano que mece la cuna da una de esas sacudidas que nos recuerdan que los Morlocks andan de cacería y que esto de ser un Eloi ya no es tan divertido como parecía. La realidad no es tan segura como nos habían dicho, ni tan simple. Y el bienestar se manifiesta, de pronto, como una especie de delirio transitorio que nos convierte en seres indefensos, desprotegidos y medio lelos, para entendernos.
No nos ha hecho falta llegar al año 802.701 en el que situaba H.G. Wells su visión en The Time Machine, para convertir nuestro entorno en un gigantesco escenario de magia donde nada es lo que parece. Ya estamos hechos unos panolis. Somos unos pobres Elois que nos llevamos todo el día jugando a que somos jóvenes, sanos, guapos, ricos y civilizados y nos pasamos la noche muertos de miedo y con los ojos y los puños cerrados. No. No nos ha hecho falta llegar al año 802.701. Esta semana, la noticia de que una niña de diez años había dado a luz en un hospital de Jerez, nos ha bastado para que la película de Disney se haya transformado, de repente, en cine gore. De sobrecogedor calificaba el suceso la Defensora del Pueblo en funciones, María Luisa Cava de Llano. Sobrecogedor, por no llamarlo de otra manera, es el hecho de que en esta sociedad en permanente edad del pavo, estemos más preocupados por el humo que por el fuego.
Verán. Tengo una hija que esta semana cumplirá diez años. Es una niña -creo- feliz, que no hace más que lo que se espera de una niña de diez años en esta sociedad paternalista y superprotectora de la infancia. Va a un colegio donde, si falta más de cinco días sin la debida justificación, ponen el caso en conocimiento de la Delegación de Educación. Recibe anualmente la citación para acudir a una revisión dental que queda debidamente registrada en el Servicio Andaluz de Salud, tiene puestas todas las vacunas que marca el calendario y que son supervisadas de forma puntual por su pediatra. Tiene un documento de identidad que la acredita para salir de España y para moverse libremente por los países que aplican el Convenio Schengen, y lleva una mochila a la escuela que ha pasado todos los controles, habidos y por haber, para que su espalda no cargue más del peso permitido. Tiene una alimentación políticamente correcta, aprende -o lo intenta- a tocar la guitarra, hace ballet, estudia inglés, se va pronto a la cama, lee -menos de lo que debería- libros de los considerados apropiados para su edad, y juega -todavía- con sus muñecas. Aún no elige su ropa, pero cada vez le gustan menos los vestidos y suspira por tener un móvil cuando sea más mayor. Desde el pasado verano se ha desvelado como una forofa de la Selección Española -creo que Iker Casillas tiene algo que ver- y ensaya con sus amigas absurdas coreografías de la serie de moda, 'Patito Feo'. Este año, como si ya intuyera el final del cuento, ha escrito una larguísima carta a los Reyes Magos donde no faltan las Barbies, ni los Nenucos, ni unos patines, ni juegos para la videoconsola y hasta habría pedido un cochecito para pasear a los muñecos si no fuera porque con su altura es complicado que los de Oriente encuentren uno adecuado.
Una hija de diez años, como la de cualquiera. Un estándar. Lo normal en este país. Pero de cuando en cuando, hay una flor que se sale del tiesto. Como Elena, la niña rumana que también tiene diez años y que ya no juega a los bebés, sino que tiene el suyo propio. Y tan contenta, que según su familia, ya piensa en tener otro, porque en su país y en su etnia convertirse en madre cuando sólo se tiene edad de ser hija «es una alegría, no un drama». Puede ser, no lo discuto. Pero lo que sí es un drama es que la supuesta tutela a la que nos somete el Estado no valga para todo el mundo igual. Que la Consejera de Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro, diga que si no se encuentra nada anómalo -¿puede haber algo más anómalo?- el bebé y su pequeña mamá permanecerán en el entorno familiar. Un entorno familiar que ha descuidado la educación, la salud y hasta la propia infancia de una niña basándose en la supuesta excepcionalidad que le otorga haber nacido más allá de donde el mundo occidental ha puesto sus límites. Los límites del escándalo hipócrita que nos lleva siempre a mirar a otro lado.
Me da igual que Elena parezca que tiene más años que los que dice su documentación. Me da igual que llevara en España dos días o dos años. Me da igual que sus relaciones sexuales consentidas fueran con su novio o con el vecino. Lo que no me da tan igual es que se mire con indulgencia y se quiera dar curso de normalidad a una situación cuando menos sorprendente que no está sucediendo en el National Geographic, sino a la vuelta de la esquina, en la plazoleta en la que tal vez Elena y mi hija podrían haber estado jugando. Lo que no me da tan igual es que no se pidan responsabilidades a sus padres por haber negado a su hija los derechos que a usted o a mí la sociedad nos exige para con los nuestros. Alguien, que no sea ese entorno «tan normal» en el que vive, tendrá que proteger y decidir el futuro de Elena y de su pequeña hija. Alguien tendrá que mirar de frente y llamar a las cosas por su nombre. Porque no vivimos en un mundo tan feliz como el que nos venden.
Elena y mi hija Yolanda tienen la misma edad, y de momento viven en el mismo país. Las ampara la misma ley y tienen los mismos derechos. Pero ya no tienen las mismas obligaciones. Y eso sí que es un drama.