La parábola del tieso
Debiéramos conocer ya lo suficiente el sector y nuestra oferta como para no santificar ni ridiculizar el turismo ni los turistas
Actualizado: GuardarPasma la facilidad de los gaditanos para ridiculizar, por cuestiones económicas, a los que les visitan. Esta zona del mundo, como su prima la antillana, ha convertido en sello vital la capacidad para disfrutar con poco, para primar esencia sobre apariencia y desconfiar de la rentabilidad o la eficacia. Ese tic, grabado a fuego en la conciencia colectiva, tiene alguna ventaja y un largo listado de perjuicios que tenemos que asumir como pueblo, más que adulto, tirando a senil. Por eso resulta incomprensible que una ciudad que parece empeñada en acomodarse a vivir sin dinero (ahora es cuando hay que recordar el doloroso, célebre y realista retrato del 'New York Times') trate de afear que los visitantes vienen tiesos.
Esta semana internacional del análisis del crucero no ha sido tan nueva. Ni nuestra reacción mayoritaria. Antes ya recuerdo frases, titulares, de representantes empresariales, institucionales o ciudadanos rasos en los que se filtraba una mofa contra los jubilados que no consumen, los mochileros de mortadela, los jóvenes de albergue y todo aquel turista que no sea rico y lo demuestre. Es curioso. Como si los gaditanos fuéramos del Ritz al Hilton, del Transiberiano al Concorde, en nuestros viajes por el mundo. Como si, a nuestro paso, dejáramos un reguero de propinas de 50 euros en las mesas más reservadas del planeta. Chocante. En una de las capitales mundiales del «dinero es lo de menos», utilizamos los billetes gastados como único baremo para valorar al que llega. Una de las conclusiones más claras que deja la invasión (sólo novedosa en cuanto al dispositivo comercial y turístico) de visitantes por vía marítima es que los gaditanos (excepto Penélope y Ulyfox) viajamos poco. Si lo hiciéramos, descubriríamos que los alemanes, los norteamericanos y los franceses ni tienen antenas ni comen pilas de botón. Si el número de cruceros que llega a Cádiz se ha multiplicado es, entre otras cosas, porque el número de los que se fleta en el mundo se ha disparado y su pasaje se ha democratizado. No es que haya más ricos en el planeta (ya se encargan ellos de ser siempre, más o menos, los mismos en el club). Es que estos viajes hace tiempo que son para la clase media. Gente, casi, como nosotros. Cuando viajamos en ese régimen de escalas precipitadas y paseos de cuatro horas, pretendemos ver algo y tomar algo. Fin. Así de simple. Cambiarán idiomas y horarios, pero esa preferencia, esa obviedad, viene a ser común a los nacidos en Sopranis, Sheffield o Baden-Baden. Ninguno de esos turistas, como nosotros, se plantea perder dinero ni tiempo en comprar lámparas, camisas ni juguetes.
¿Acaso sería mejor que nunca volvieran?
Detectar que el consumo de los cruceristas se concentra en cierta hostelería y ciertos servicios turísticos nunca debe ser motivo de desprecio. Hace falta tener pocas luces para ignorar el aspecto de muchas terrazas durante muchas horas, muchas mañanas de casi todas las semanas. Hay que ser mezquino para no celebrar las colas ante la Torre Tavira o la de Poniente. Hay que ser chufla para desear que una tienda de regalos se quede vacía. Hay que ser miope para no celebrar que exista un nuevo tipo de actividad portuaria. Como si tuviéramos tanto pan como para rechazar unas teleras sueltas. Ofrecerles lo que quieren, sin más indignidad que la inherente a cualquier trabajo, supone alimentar determinados subsectores económicos que también sostienen empleo y riqueza.
Aprendamos. Les interesa eso, cuidémoslo. El resto de negocios que apenas notan su presencia (del taxi a la confección pasando por otros miles) tendrán que afrontar que quizás su futuro es otro, que su clientela está aquí, en la Bahía, todo el año y bien harían en empezar a cuidarla sin esperar que llegue un barco cargado de maná.
Pretender que un solo sector turístico suponga el alivio económico de una ciudad, aspirar a que una factoría concreta o una fábrica, por grande que sea, se erija en un gigantesco bote salvavidas es propio de un pueblo cateto, subdesarrollado que vive a la espera de ser salvado por el que llega. Y a los salvadores siempre hay que temerles.