EMPORIO DEL ORBE

OJOS

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Hace unos días, cuando llegaba a casa, comenzaba el telediario. Recuerdo cómo una sucesión de imágenes de la tragedia de Haití acaparaba el informativo. Todas ellas eran de una dureza brutal. Me lastimaba e intenté hacer zapping para alejarme. Tuve justa recompensa a mi intención y, en mi barrido de cadenas, me topé con una imagen que me dejó paralizada: un bombero recuperaba de entre los escombros a un niño. Si soy sincera no recuerdo la cara del bombero, ni siquiera la del niño, sólo soy capaz de recordar y reconocer los ojos del crío que se aferraba a la vida. Reía y no lloraba, como si se hubiese despertado de dormir la siesta. Paradojas de la vida.

Al día siguiente, y como tantos sábados, bajé a la plaza y mientras compraba el pescadero habló precisamente de esa imagen, comentó como él y su mujer habían llorado como chiquillos. Segundos más tarde otro cliente hablaba de la chirigota de Sevilla que la noche anterior había actuado en el Falla. Inmediatamente cambió el tono de la conversación; la expresión de los ojos del pescadero se transformó por completo. Sus ojos se tornaron más azules y sus pupilas se hicieron enormes. Esta anécdota, de vuelta a casa, me hizo pensar que ésa debe ser la naturaleza gaditana. Tenemos la fortuna de pasar del dolor a la risa en un instante. Esto, que puede entenderse como una realidad individual, marca una verdad colectiva que se visualiza claramente en Cádiz. Muchos de los que observamos y participamos de la compleja situación que vivimos, difícilmente logramos entender cómo una tras otra las fiestas, causa y pretexto para eclipsar nuestra realidad, se suceden y mantienen en el calendario. Lástima, olvidaba que somos «la ciudad que sonríe».