Sociedad

El 'gordo' invisible

Una visita a Rebollo de Duero, el pueblo de 22 vecinos donde cayeron 18 millones

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A primera hora de la tarde, la plaza mayor de Rebollo de Duero es un derroche de inactividad. De tanto en tanto, el viento arrastra por el suelo una hoja seca, y no pasa nada más. El visitante tiene la sensación de que los sentidos se le han agudizado de repente, de que su percepción cada vez llega más lejos: huele el espliego que crece en los parterres y escucha el chorro de la fuente, los pájaros, algún ladrido en la distancia, el tráfico de la carretera... Da la impresión de que aquí no pasa nada, de que aquí nunca puede pasar nada. Y sin embargo...

Hace tres años, este pueblecito soriano con 22 habitantes censados experimentó un cataclismo que hizo añicos su vida apacible y lo puso todo patas arriba. El 'gordo' de Navidad dejó aquí 18 millones de euros y, de paso, atrajo a hordas de periodistas acelerados y apremiantes, pero de aquella fiebre pasajera no parece quedar mucho. El interés del mundo se sació pronto y los millones... ¿adónde fueron los millones? Rebollo es un pueblo de casas buenas y bien cuidadas, pero lo más parecido a un signo de riqueza es un Audi aparcado en un rincón. Y, desde luego, por la calle no se ve a nadie con pinta de estar forrado, más que nada porque no se ve a nadie.

Hasta que, de pronto, por fin sucede algo que rompe esa quietud de foto. Anunciándose con bocinazos, irrumpe en el pueblo la camioneta de Aurelio, el frutero, fiel a su cita de los miércoles. A su primera parada acuden Aurora y Mari Cruz, dos señoras de pocas palabras, quizá porque aún se acuerdan de aquellos enviados especiales de 2006. «Aquí, exteriormente, la lotería no se ha notado en nada. ¿No ven que no había necesidades? Somos todos gente mayor y el dinero se habrá ido donde los hijos, a Zaragoza y Barcelona», explican. En la segunda escala de Aurelio, a la salida del pueblo, se presentan otras dos clientas: las hermanas María y Josefa Sobrino, que tienen 81 y 76 años pero no los aparentan.

María es la madre de Octavio Yagüe, el artífice del prodigio, el animoso administrativo del Ayuntamiento de Almazán que compró aquellos sesenta décimos para venderlos en el teleclub. «Es cierto que aquí la gente no necesitaba dinero -confirma la mujer-. No se ha hecho ninguna casa nueva. Lo único, hay quien se ha comprado un Mercedes». María y Josefa desmienten todas las ideas preconcebidas sobre los pueblos de Castilla, ese tópico de ver cómo pasa la vida desde un banco de la plaza: ambas nacieron en Rebollo, pero sus biografías son largos e intensos recorridos de ida y vuelta. María ha vivido en Castellón, Madrid y Tarragona: «Y ahora, estoy en mi pueblo, en mi casita, con mi marido. Llevamos sesenta años casados y, mire por dónde, mis cuatro hijos están solteros». Josefa estuvo cuarenta años en París -trabajó en un banco, en Correos, cuidó a niños y mayores- y ha viajado a países como Brasil, China, Polonia o Israel. «Aquí tenemos un aire muy bueno, el clima es estupendo y vivimos tranquilos. ¿Entretenimientos? Bueno, yo tengo los gatos y el jardín, y además suelo arreglar también las plantas de la calle».

Desde luego, en Rebollo no da la impresión de estar hablando con millonarios. Y menos aún cuando el interlocutor se aplica a descargar ladrillos de una furgoneta. José Rodríguez Amoedo, un gallego que lleva 44 años en la comarca, es albañil y vive en Almazán, pero se considera de Rebollo. Cómo no, si en buena medida lo ha edificado él: «Llevo doce años trabajando aquí. Mire, aquellas granjas las hice yo. Y la única casa que se está construyendo ahora, también. Pero, ojo, ya estaba proyectada antes de la lotería. Aquí ayudo a lo que puedo: el sábado pondremos las luces de Navidad». Amoedo -es el apellido que usa en su negocio, para distinguirse de tanto 'rodríguez' como hay en Almazán- reconoce que, a él, el 'gordo' de Rebollo sí le cambió la vida. «En el pueblo no se ha notado, porque estaba arreglado, bien cuidadito. Pero yo me he podido comprar el camión y el Manitou».

El Manitou de dieciocho metros

El tal Manitou es un elevador telescópico, un vehículo rojo para hacer obras a grandes alturas. El de Amoedo puede desplegarse hasta alcanzar los dieciocho metros, por encima de todos los tejados de Rebollo. Cuando lo saca del solar donde lo tiene aparcado, se cruza con uno de los famosos Mercedes, y por un momento se tiene un atisbo de la riqueza del pueblo soriano en su versión mecánica. Pero es sólo un chispazo, una visión fugaz.

Delante de una cochera, con mono verde y visera, Carmelo Muñoz está limpiando de tierra la rueda de un arado. Sí, nos encontramos ante otro de los afortunados, pero se ha levantado de buena mañana para preparar la tierra donde más tarde crecerá la cebada. «Yo no sé si alguien ganó una cantidad exagerada. Desde luego, a mí no me da para dejar de currar». Carmelo resulta ser el propietario de ese Audi que vimos al llegar -«cambié el anterior por necesidad, porque ya llevaba muchos kilómetros, pero hoy en día cualquiera tiene un Audi», sonríe- y también sirve como todo un símbolo de este pueblo al que parece faltarle la riqueza más importante, el porvenir: «¿Ve la escuela, ahí al lado? La cerré yo con 14 años, en 1974. Ahora el piso de abajo se usa de centro médico y el de arriba se alquila como vivienda. Después ha habido dos o tres niños más, pero ya los llevaban a estudiar a Almazán. Rebollo revive en puentes y en vacaciones, pero aquí muchos milagros no se pueden hacer».