Identidad y política
En sociedades plurales no hay más que dos opciones: o somos nacionalistas o somos cosmopolitas
Actualizado: GuardarEl presidente de la República francesa ha tomado posición en el debate sobre la identidad nacional. Aludiendo al referéndum suizo acerca de los minaretes, Sarkozy ha afirmado que los pueblos de Europa, hospitalarios y tolerantes, no quieren que su entorno social pueda quedar «desnaturalizado». Existe en ellos un legítimo sufrimiento causado por la pérdida de la identidad, al que es preciso dar respuesta restableciendo los puntos de anclaje, para que las personas no se sientan solas y vean satisfecha su necesidad de pertenencia. También los franceses necesitan definir una identidad nacional republicana y ésta sólo puede ser ya una identidad mestiza, basada en la voluntad de vivir juntos. Una identidad basada en un deber general de «reconocimiento», «comprensión» y «respeto», tanto para quien acoge como para quien es acogido. De aquí se derivaría, en particular, la necesidad de prestar reconocimiento a la «civilización cristiana», que en Francia como en Suiza es un elemento esencial del pacto de convivencia civil.
¿Funciona el argumento? Creo que no. Y no funciona porque intenta sumar dos realidades incompatibles. Al ciudadano imaginado Sarkozy se le pide algo absurdo, pues debería ser capaz de sentirse 'enteramente' republicano cuando se relaciona con un vecino no-francés, con quien comparte un mismo espacio, y 'auténticamente' francés cuando reclama respeto por las tradiciones que han formado un determinado paisaje. Y lo mismo se le pide al emigrante, del que se espera la asimilación. Pero esto es imposible: cualquiera de las dos identidades, tomada en serio, anula a la otra. Una persona no puede contemplarse a sí misma a la vez desde dentro y desde fuera, y seguir siendo idéntica a sí misma.
Hubo un tiempo en el que era posible construir políticamente la identidad, tanto en la vieja Europa como en el nuevo mundo. Hoy, en cambio, vivimos en un mundo postnacional. Las identidades se han vuelto fragmentarias y han dejado de tener un reflejo especular en el ámbito político. Se ha disuelto el nexo, vigente durante siglos, entre identidad, autoridad y territorio. En un mundo como éste no hay más que dos opciones: o anclamos las identidades a referentes inamovibles, o aceptamos que las identidades pueden evolucionar y, por lo tanto, pueden ser indefinidamente cuestionadas. O somos nacionalistas o somos cosmopolitas. No hay tercera vía. Si aceptamos la segunda opción, y creo que no hay más remedio que hacerlo, habremos de aprender a convivir con el hecho de que no existen refugios seguros para protegernos del desarraigo. Todo puede cambiar, incluso el paisaje. Por más que digan los políticos y los parlamentos, los que un día eran franceses, españoles o ingleses están empezando a convertirse en ciudadanos del mundo.