Sociedad

De Curro Romero a la «indiferencia»

Luchan contra las corridas en la ciudad más taurina. Pero los ecologistas sevillanos advierten que la sociedad está cambiando

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Sevilla desnuda su alma taurina a cualquier paseante curioso. Basta una caminata por la calle Betis, en Triana, o por los alrededores de la Maestranza para encontrar huellas de una pasión ancestral: estatuas de diestros en pleno desplante o con el capote armado; azulejos que recuerdan la trepidante aventura de toreros que murieron demasiado jóvenes; tabernas abigarradas, decoradas con banderillas y cornamentas imponentes; tiendas de regalos que ofrecen al turista su inclusión en un cartel de ensueño, formando terna con Curro Romero y con Espartaco... «Sí, todo eso está ahí, pero los niños ya no juegan al toro», objeta Paco Garrido, sevillano, profesor de Filosofía de la Universidad de Jaén, ex diputado de Los Verdes y cabeza visible de los antitaurinos en Andalucía.

Algo está cambiando. Al inicio de la Alameda de Hércules, a pocos pasos del monumento a Chicuelo, un mural casero, con cierto encanto naïf, grita: 'Toros libres'. «Hace unos años -insiste Garrido-, en este barrio veías a los críos en la calle imitando a los grandes toreros. Ahora no. Hay un cambio generacional evidente. Los aficionados son cada vez menos y más viejos».

Paco Garrido camina hacia la Maestranza y, mientras las calles se retuercen, recuerda la última vez que fue a los toros, a los 11 años. Su familia vive en el entorno de Triana-La Macarena, donde la tauromaquia es una religión cotidiana y cercana: un tío suyo se convirtió en espontáneo y llegó a lanzarse al ruedo con Joselito y su propio padre era contable de un apoderado, así que podía entrar a la plaza con frencuencia. «De crío, yo mismo iba bastante», sonríe Garrido. Su conversión al antitaurinismo fue posterior, cuando sometió aquellas vivencias infantiles al escrutinio de la razón. Sin embargo, ese poso inicial hace que incluso comprenda a quienes hablan de belleza en la lidia: «Sienten el toreo como expresión artística porque no ven al animal. Creo que los espectadores que acuden a las corridas no son sádicos, sino banales. Cosifican al toro y entonces se centran en la faena. Pero -rebate- ni la tradición ni la estética son argumentos válidos para justificar algo moralmente inaceptable».

Junto a la Maestranza, Garrido acepta fotografiarse ante la efigie de Curro Romero, el faraón de Camas. «Lo respeto -dice- porque para él los toros fueron la única vía para escapar de la pobreza». Algo que sucedía con demasiada frecuencia en la España triste y árida de la posguerra: «El toreo fue un mecanismo de ascenso social y gente muy humilde pudo así comer. Eso se puede comprender. Como se puede comprender que, en la época de la dictadura, hubiera cosas más graves y más urgentes que preocuparse por la suerte de los toros. Pero ahora, en una sociedad democrática, resulta inaceptable que las instituciones subvencionen las Escuelas Taurinas». Al final, la clave de la lucha es el dinero público. Los antitaurinos sevillanos no batallan -aún- por la abolición directa de las corridas, sino por la eliminación de las subvenciones: «En los pequeños municipios hay toros porque los ayuntamientos los pagan. Si no, serían inviables. Sin ayudas, la lidia estaría abocada a la desaparición».

La conversación/paseo con Paco Garrido acaba frente a la Maestranza, en la taberna de Pepe-Hillo. Un lugar barroco, que parece diseñado por el folclorista más tópico: cabezas de toro, carteles, fotografías... un compendio de escenografía cañí. «Para ser sinceros -reflexiona Garrido-, no veo pasión taurina en las calles de Sevilla, pero tampoco animadversión. La mayoría de la gente no entiende que haya que actuar contra los toros. Hay, sobre todo, indiferencia. Bueno... y una aceptación tácita de todo este universo simbólico».

Arte, pero inaceptable

A cuatro pasos de la calle Betis, vive Juana de Aizpuru. Su melena flamígera es bien conocida entre los amantes del arte contemporáneo: fue fundadora de ARCO y dirige desde hace muchos años una de las galerías más reputadas de España. La otra pasión de Aizpuru son los animales: asumió la presidencia de la asociación protectora en Sevilla entre los años 76 y 84. Tiempos duros. «Pasé tantos disgustos... Creía que era misión perdida. Sevilla estaba entonces llena de bandas de perros callejeros porque la gente los abandonaba. Afortunadamente, la situación ha cambiado mucho».

Aizpuru, como Garrido, también ha vivido los toros muy de cerca. Su primo Roberto Domínguez fue un diestro vallisoletano que se retiró en 1992 tras una exitosa y larga carrera. «Y yo -añade- he ido mucho a la plaza con mi padre, que era un enamorado de Manolete». Pero un día se hartó. «Cada vez me encontraba peor en los toros; hasta que una vez, ya casada, me dije: 'qué pinto yo aquí'. Y me marché en mitad de la corrida. Dije basta porque no podía tolerar ni el sufrimiento del toro ni el gravísimo peligro que corren los toreros», recuerda Aizpuru.

La galerista no niega el aliento artístico de la lidia, e incluso se le iluminan los ojos cuando rememora algunas escenas sevillanas: «Los toros están envueltos en una parafernalia muy bonita. La Maestranza es un lugar maravilloso, de una belleza increíble. Y eso estando vacía. Cuando la ves llena, con todo ese bullicio... parece que esté viva. Es un ritual bellísimo, una tradición hermosa..., pero inaceptable. El sacrificio del animal hace que la corrida sea inviable», resuelve Aizpuru.

Tanto Garrido como ella defienden, por razones éticas, la abolición de los toros, pero desconfían de la iniciativa catalana. No les gusta el humillo nacionalista que desprenden algunas partes de la ley, como la exclusión de los 'correbous', tan populares en Tarragona: «Eso hace que la causa no sea tan noble», apunta Aizpuru. «Y banaliza la lucha antitaurina», concluye Garrido.