Tribuna

¿No ha llegado la hora de consultar a la ciudadanía?

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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En la tortuosa historia de la gestación y aplicación del nuevo estatuto catalán se da un cúmulo de circunstancias desafortunadas que sólo pueden causar desazón a quien se para a considerar cómo, cuándo, por qué y para qué. Destaca la falta de claridad que resulta de lo mucho que desconocemos sobre él, de la deliberada o inconsciente ambigüedad con la que se conducen buena parte de los actores que lo protagonizan y del desproporcionado silencio del Tribunal llamado a poner luz.

La Constitución de 1978 es una herramienta flexible que permite formas organizativas diversas en el marco de lo que podríamos denominar 'Estado federal'. Desde su aprobación, y particularmente en el caso catalán, la organización territorial del Estado ha producido tensiones que siempre han ido resolviéndose en favor de una mayor autonomía de Cataluña, a cuya sombra han crecido las demás Comunidades, forzando no pocas veces la letra constitucional. Por este camino, las Comunidades Autónomas han acabado alcanzado para sí el máximo de competencias, lo que contenta a la mayoría, pero sigue sin satisfacer a un importante sector de los partidos catalanes.

Es evidente que una parte, indeterminada pero relevante, de los ciudadanos de Cataluña no está conforme con el modelo político que ofrece la Constitución. Sin embargo, dentro de este grupo, unos pretenden la independencia de Cataluña, mientras otros sólo quieren un mayor grado de autonomía dentro del conjunto del Estado. Políticamente, ambas pretensiones son igualmente legítimas y podrían articularse jurídicamente siguiendo los cauces adecuados, pero la envergadura de un proceso de reforma como éste exigiría el conocimiento previo y riguroso de su demanda social, medida no por el ruido mediático o partidista de los intermediarios, sino por la opinión de los directamente interesados. Aunque no es posible saber con exactitud qué porcentaje de la población defiende cada una de esas posturas sin un referéndum que lo acredite, a través de una pregunta clara y tajante, los resultados de las últimas elecciones autonómicas parecen indicar que la opción que reclama un avance competencial dentro del Estado es la que tiene en este momento el apoyo mayoritario de los ciudadanos de Cataluña y la que reclama una solución.

Ante esta situación, lo lógico hubiera sido abordar abiertamente el problema, que es político y no jurídico, planteando a la ciudadanía la conveniencia de una reforma constitucional, en la que habrían de tener voz todos los ciudadanos españoles. Sin embargo, en lugar de esta opción ha preferido seguir adelante con la aprobación de un nuevo estatuto de dificilísimo encaje en la vigente Constitución, dada la relación bilateral que crea entre el Estado y Cataluña, de tipo 'confederal' o 'cuasiconfederal'.

La interposición de los recursos contra el Estatut ha puesto al Tribunal Constitucional en una situación imposible de resolver, en cuanto se le están demandado soluciones para las que no tiene competencias: el Tribunal Constitucional no es un órgano dotado de voluntad política propia, sino sólo el encargado de contrastar si los actos o normas sometidos a su consideración se adecúan o no a nuestra norma fundamental, y así, moviéndose en el terreno de lo estrictamente jurídico, su esfuerzo ha de dirigirse a indagar en la letra y el espíritu de la Constitución de 1978, de la que es su superior intérprete.

En sentido técnico-jurídico, existen a mi juicio pocas dudas sobre la inconstitucionalidad de disposiciones básicas del nuevo Estatuto, y no creo que sea un problema jurídico el que retrasa la emisión de la sentencia que ponga fin a este sainete. El Alto Tribunal, compuesto por personas eminentes, ha dispuesto en tres años de tiempo más que suficiente para formar su convicción sobre el asunto y fallarlo. Su demora responde más bien a la función de reforma constitucional encubierta que se le está pidiendo.

En el probable supuesto de una sentencia desfavorable al Estatut, será preciso abordar el encaje de Cataluña en España en términos políticos y con todas las garantías del procedimiento de reforma constitucional, llegado el caso. Todo ello para desembocar, a la postre, en la convocatoria de un referéndum en el que se pregunte a los ciudadanos clara y tajantemente, si quieren o no la independencia de Cataluña, si quieren que Cataluña siga formando parte del Estado español, con el margen de autonomía que fijan las leyes vigentes.

Este camino, sin embargo, despierta muchos recelos por miedo a crear tensiones mayores a las que pretenden resolverse. Debemos entonces preguntarnos, ¿es que nuestro país no está preparado para adaptar el texto constitucional y sí para soportar las desestabilizadoras consecuencias de una sentencia desfavorable al estatuto catalán? ¿La situación de presión continuada de los partidos nacionalistas periféricos no vicia la atmósfera más nocivamente que los riesgos de un proceso reformador?¿No causa escándalo que la aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado conlleve, casi por sistema, un regateo previo más propio de un zoco que de un Estado de Derecho?

La articulación territorial del Estado viene enredándonos desde hace décadas, cuando el mundo presente y el que se avecina requieren que nuestra visión y energías se concentren en asuntos más importantes. Solventemos entre todos la cuestión y dejemos sentado para una larga temporada quién quiere y quién no estar en España, con menos miedo a la respuesta ciudadana y más a esta situación de erosión constitucional y de perpetua incertidumbre sobre la identidad y el verdadero alcance del Estado español. Preguntemos antes de seguir la inercia de una tensión que dura ya tanto como para producir el desarraigo que unos buscan y otros temen, pero que ninguno enfrenta con normalidad democrática. Puede que lo que los representantes de los ciudadanos no son capaces siquiera de encarar, lo resuelvan con más madurez los propios ciudadanos. Pregunten y verán.