opinión

Luces de Navidad

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Acabo de llegar de un enriquecedor, perfecto y placentero viaje. Recorro de noche la ciudad, recuperándola y reconociéndola de nuevo, porque cada viaje, por breve que sea, es una separación tras la que uno tiene que hacer las paces con lo cotidiano (y a veces cuesta).

Y me encuentro las calles ya preparadas para las fiestas navideñas, a punto para prender el alumbrado.

Quienes me conocen ya se estarán sonriendo adivinando mi comentario. Que no es otro que éste: ¡me encanta la Navidad! Y es que el libro de los gustos está en blanco. A mí me gustan los fuegos de artificio, los cristales de colores y las flores extravagantes.

Y, por supuesto, las Navidades, esas fiestas que casi todas las personas adultas y sensatas (los niños van a su aire) rechazan por mercantilistas y consumistas.

Que sí, que estoy de acuerdo pero, como en casi todo, la contradicción me vence y me desbarata. Sí, me encantan las luces en las jacarandas de la calle Larga, en los magnolios de Consistorio, sobre los naranjos, enredándose en los ficus de la Alameda del Banco.

Los escaparates adornados de bolas de cristal, flores de Pascua y espumillones. Las confiterías que ofrecen pestiños iguales a los que hacía la abuela, con sus bolitas de anís, y turrones de almendra y chocolate, calóricos y tentadores. Toda la parafernalia que rodea esas fiestas me agrada.

No puedo evitarlo. Amo a los operarios de Iluminaciones Ximénez que llegan desde Puente Genil a colmar de destellos mis vagabundeos de diciembre.

Soy consciente de lo antiecológica y antieconómica que les puedo parecer pero, ¿qué quieren que les diga?, estoy deseando que enciendan las luces.

En ocasiones, una tiene que aceptar sus propias contradicciones. Y les confieso que eso no se me da mal del todo.