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Leo Messi se queda con el balón
«Nadie quería jugar con él a las cartas porque hacía trampas», dicen de él sus seres más queridos El delantero del Barça es elegido por total unanimidad como mejor jugador del mundo
BILBAO. Actualizado: GuardarUna vez al año, el fútbol le da la palabra al balón. Y nunca como ahora el esférico ha hablado tan claro: el mejor es Messi , designado 'Balón de Oro 2009' con el 98,5 por ciento de los votos del jurado. El elegido de todos, muy por delante de Ronaldo, Xavi e Iniesta. El menudo Messi llegó al mundo hace 22 años como un milagro desapercibido. Pero sólo había que fijarse un poco. Lo que dura el fogonazo de un regate. «Leo es resistente, rápido, hábil, tiene gol, va bien de cabeza y ve el juego. Domina todos los registros», define Guardiola, su técnico en el Barcelona. Aunque quizá talla mejor el valor de Messi la frase de un mito, Di Stéfano: «Ojalá jugara en el Madrid». Ahora hay unanimidad. El fútbol parece difícil hasta que llega a las botas de Messi . Pero ha tenido que recorrer una enorme distancia entre el genio actual y aquel nene chiquito que peloteaba a ras de acera en Rosario, ciudad industrial a 300 kilómetros de Buenos Aires.
En honor a Lionel Ritchie
«Nadie quería jugar con él a las cartas porque hacía trampas. No soportaba perder. Y si lo hacía, desparramaba las cartas», rescata Celia, su madre, en un reportaje de Canal Plus. La abuela ya no está, aunque con ella empezó todo. El crío no paraba de dar patadas en la cocina. Y se colgaba de su brazo para ir al campo del Grandoli, el equipo del barrio. A Leo le habían bautizado como Lionel por una carambola musical. Durante el embarazo, Celia se hartó de escuchar a Lionel Ritchie. El nene tenía ritmo. Bailaba con el balón. Siempre con las piernas picando de derecha a izquierda. Así que la abuela lo metió en el Grandoli. Una tarde, al ver que faltaba un jugador en el equipo de 7 años, pidió al entrenador que alineaba a Leo, que acababa de cumplir cinco.
El balón tuvo la palabra. «Póngalo, si ve que se asusta lo saca», rogó la 'vieja'. El entrenador, descreído, asistió al inicio de un relámpago que perdura. Leo entró, agarró la pelota, la paró y salió gambeteando. Igual que ahora. El técnico sólo cerró la boca para gritar: «¡Patéala, chico, patéala!». El renacuajo tenía el balón atado a un campo magnético, era capaz de doblar todas las esquinas invisibles del área. «Eso no se lo enseñó nadie», dice Ernesto Vecchio, su entrenador luego en el Newell's Old Boys. Leo anotaba cien goles por temporada. Sentenciaba el partido en la primera mitad y pasaba la segunda esquivando las tarascadas de sus rivales de diez años.
Messi limpiaba las jugadas. Rodeado de adversarios, pedía la pelota. Sin disimulos. Valiente y nobel. En el barrio y el Nou Camp. «Es el mismo, juega igual. Lo reconoces a la primera», apuntan sus antiguos compañeros en el Newell's. Pelotea en su burbuja, ajeno al público.
El motivo para las lágrimas le vino por una enfermedad que su madre definió con ternura: «Su crecimiento estaba dormido».
Tenía 9 años y apenas medía 1,27 metros. «Era siempre el primero en la fila», chasquea Celia.
Tratamiento hormonal
El genio no cabía en la botella. Su cuerpo no daba para albergar tanto talento. Un endocrino le puso precio a la solución: una inyección subcutánea diaria de hormona de crecimiento. Pócima cara.
A mil euros mensuales. Un dineral para los Messi, sostenidos por el sueldo de obrero siderúrgico. El Newell's Old Boys no quiso costearlo. Pensaron que aquel crío tímido, encorvado y de ojos reidores no lo valía. Jorge, el padre, lo llevó a una prueba con el River. A Leo lo colocaron al final del grupo. Tan pequeño. No lo sacaban al campo.
En eso, casi al final del entrenamiento, el técnico se giró y le espetó formulariamente: «¿De qué jugás?». El chico respondió en ese idioma que vosea y chechea. «Estoooo... de media punta». Su padre fue testigo: «A la primera que cogió la bola lanzó un par de regates. Para nosotros era lo normal, pero el entrenador se quedó paralizado y preguntó: «¿Quién es el padre? Quiero a ese chaval». El milagro ya era evidente. Pero caro. Tampoco River quiso pagar el tratamiento hormonal ni negociar el traspaso con Newell's. Mil euros al mes por un jugador que hoy tiene una cláusula de rescisión de 250 millones y acumula un palmarés tremendo con 22 años: dos Copas de Europa, tres Ligas, la Supercopa europea, dos Copas del Rey y el oro olímpico en Pekín.
Así que a los trece años, la familia tuvo que aclimatarse al destierro. El Barcelona había escuchado el eco de Messi . Un portento capaz de suprimir con un solo gesto a un par de rivales.
Un genio preso de su enfermedad. Los Messi durmieron dos semanas con el Nou Camp en la ventana de su habitación de hotel. Catorce días esperando a Charly Rexach, responsable de la cantera culé, que estaba de viaje en Sidney. «No venía, así que decidimos volver.
Pero Leo se negó. Dijo que quería jugar en Primera con el Barça», cuenta el padre. Messi tenía 13 años. Al decimosexto día en la Ciudad Condal, alguien llamó a los Messi : había regresado Rexach.
Messi acudió a la Masía, la factoría futbolística del Barça. Lo pusieron a jugar frente a chicos un par de años mayores. Como siempre. Pero Rexach no venía. Llegó tarde, pausado. Para él era un día más. No lo olvidará. «Cuando llegué ya había empezado el partido. Iba andando por el borde del campo. Y lo vi. Era fácil de ver porque era tan pequeño. Pregunté quién era y me dijeron que era el argentino. 'Ese se queda', dije».
La 'pulga'
El ganador del 'Balón de Oro' otorgado cada año por la revista 'France Football' tuvo que hacerse adulto antes de tiempo.
Sus compañeros de equipo, sus padres y sus hermanos le vieron cada noche arrimarse a la nevera, cargar la jeringuilla e inyectarse su dosis hormonal. En silencio, como es. «Era chiquito y brincaba como una pulga», rememora uno de sus hermanos.
Messi da calambre. Diseca rivales. Messi corre y el balón habla. Y claro: el Balón de todos es para Leo.