Corrupción y ley electoral
Actualizado: GuardarEl caso Pretoria, primer episodio de corrupción política en que ha sido notoria la transversalidad -intermediarios y comisionistas de relumbre nacionalista han aparecido junto a especuladores del PSC-, ha generado grave indignación en la opinión pública catalana, que todavía no se había rehecho del caso Millet, un episodio que ha puesto de manifiesto la putrefacción existente en un sector de rancio abolengo catalanista. Y los grandes partidos, temerosos de que se acentúe la «desafección» -concepto que en Cataluña alude sobre todo al distanciamiento entre la superestructura política y la estructura social-, han hecho gestos conjuntos para apaciguar a la ciudadanía y poner de manifiesto el común interés en combatir estos escándalos que han desatentado la tranquilidad del legendario oasis catalán (concepto que da título a una punzante obra de Josep Carles Clemente sobre la corrupción en Cataluña).
El miércoles pasado, Montilla y Mas escenificaron en el Parlament un vis a vis encaminado a dar visibilidad a la decisión conjunta de combatir la crisis política mediante una serie de medidas contra la corrupción, que incluiría una reforma de la ley electoral. Ambas formaciones parecen haber convenido, de entrada, que las medidas que se adopten no deben afectar negativamente a ninguna formación (CiU teme salir damnificada de las cautelas que puedan imponerse a las fundaciones) y que la corrupción no será utilizada como arma arrojadiza entre los partidos.
Por razones no del todo diáfanas, la reforma de la ley electoral catalana se ha convertido en una especie de paradigma del rearme ético.