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Orgullo de pertenencia

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Entré la semana pasada en el proceloso tema de la identidad gaditana, a sabiendas de que todo lo que dijera sería usado en mi contra. Es peligroso asomarse a la ventanilla de lo que somos como sociedad, porque se puede rozar fronteras delicadas -la raza, la patria, los prejuicios, el chovinismo- pero también porque hay quien no quiere, no acepta, fisuras en el retrato que se ha compuesto de sí mismo. Aparte de que sin duda todo es opinable, la reflexión acerca de lo que somos se impone, inevitable, en cualquier análisis de situación, o en cualquier proyecto de futuro y es preciso recorrer ese camino e incluso exponerse a equivocarse. Se trata de un ambicioso y quizá desmesurado intento, pero necesario.

También parece una reflexión propia de estos tiempos. Me lo confirma la iniciativa de Sarkozy, que el lunes pasado lanzó una singular idea: un gran debate sobre qué es ser francés, porque, argumenta, no quiere dejar a la extrema derecha el monopolio de la identidad nacional. Ya Zapatero, por cierto con un propósito similar, lanzó en las campañas institucionales el slogan final Gobierno de España, que sorprendió entonces. El pequeño Napoleón hará su propia y definitiva valoración después de que todos los prefectos del país convoquen a las fuerzas vivas de sus respectivos departamentos para analizar el tema y de que se recojan en una dirección de Internet, hasta el 31 de enero, cuantas respuestas lleguen con nombre o seudónimo acerca de esa gran pregunta: «¿En qué consiste ser francés?». Sea o no una táctica electoralista o una estrategia buenista para lograr la integración de los inmigrantes, un problema acuciante allí, a Francia le interesa recuperar su espíritu de grandeur, que tan buenos resultados le dio para levantar la cabeza en sus peores momentos, tras la guerra mundial, ahora que ha dejado de ser referente en casi todo. El tema, según las noticias, interesa: el 60% está de acuerdo con el debate y el 70% con la propuesta de que se cante La Marsellesa en las escuelas, al menos una vez al año.

Es, pues, esta cuestión de la identidad una manera de argumentar el futuro, de buscar un discurso, una línea de pensamiento, que convoque y provoque, que movilice y sitúe el suelo que se pisa, el espacio propio, para afianzarlo, cimentar, construir. La imagen que nos creamos de nosotros mismos condiciona nuestra actuación y nuestras aspiraciones. Cómo, por ejemplo, luchar contra el desánimo ante tantos proyectos frustrados, tan lento despegar, tanto paso atrás, si no es con una confianza, aunque sea llena de cicatrices, en nuestras posibilidades.

Entre tanto, yo vuelvo a mis clásicos, que nunca defraudan, o será que es verdad que los libros nos leen, porque el martes, en una hora y media de viaje de avión -una hora y media sin teléfono ni Internet, una hora y media de coartada perfecta para la «habitación propia»-, me encontré en uno de los artículos de Steiner para el New Yorker, una reflexión que me sorprendió tanto como me divirtió: el marxismo, claro producto de una inteligentsia, dice a propósito de Bretch y de la caída del Muro de Berlín, estableció «unos ideales arcaico-paternalistas de instrucción elevada, de cultura académica-literaria», que califica de mesiánicos. ¿Es mesiánico, arcaico-paternalista, o incluso marxista, ese ideal de un Cádiz culto, ilustrado? Se admiten respuestas.

Lo que sí parece indiscutible -y lo tenemos en el informe Merco Ciudad que hoy mismo publicamos en LA VOZ- es que los gaditanos sienten un fuerte orgullo de pertenencia a su ciudad, muy por encima de la media nacional. Es en casi lo único en que destacamos del conjunto de capitales estudiadas, que son 78 de todo el país, en base a 26 variables y con diez mil encuestas, analizadas por un centenar de expertos. Habrá otros dos estudios más, que publicaremos en exclusiva, en sucesivas entregas del que se considera el mayor análisis sobre reputación de las ciudades. Nos esperan, avanzo, algunas sorpresas.

Ese orgullo de pertenencia es, en efecto, un rasgo identitario de los gaditanos, que no se corresponde luego con otras valoraciones puntuales de los mismos encuestados respecto a su ciudad, valorada de acuerdo con 250 indicadores, como las ofertas de empleo, la sanidad, la seguridad, el transporte o la oferta cultural. ¿Modestia, realismo, complejo de inferioridad? Sin embargo, cada uno ama un Cádiz propio, construido a su imagen y semejanza, y también lo odia en la misma medida, como toda gran pasión que se precie. Convertirlo en acicate, en plus y en estímulo es cuestión de todos, y urgente, si queremos salir adelante.

lgonzalez@lavozdigital.es