Las bodas
Actualizado: GuardarNo hay cosa que más me haga sentir el paso del tiempo que una boda, aparte del último domingo de carnaval, claro. Yo salgo de una boda diciendo siempre: estoy más vieja. Y es que existe una relación directamente proporcional entre los años que voy cumpliendo y el número de sofocones que me cojo cada vez que voy a una. Eso es así: cuanto más mayor te haces, más lloras. Lloras al reencontrarte con la gente a la que hace tiempo que no ves. Lloras cuando aparece la novia. Lloras en la misa recordando a los que ya no están. Lloras de alegría cuando coges en brazos al bebé de tu prima, por fin sangre nueva en una familia en la que las celebraciones de los últimos diecisiete años han sido básicamente funerales. Lloras al hacerte la foto de familia todos juntos. Lloras de tristeza cuando miras a tus padres. Lloras cuando aparece la tuna, porque aunque te parezca un horror te recuerda a alguien que se fue. Lloras hasta con el ¡coro rociero aragonés! que han traído por sorpresa, porque ves la nostalgia dibujada en las caras emocionadas de tus tíos, emigrantes, que un buen día, hace más de cuarenta años, vieron cómo sus padres hacían las maletas y se los llevaban para Zaragoza, lejos de su Línea natal. Lloras cuando tu primo aprovecha la ocasión para anunciar su futura boda. Lloras cuando tu tía se emociona porque acaban de pedirle que sea la madrina. Lloras porque a estas alturas de la boda, el champán rebujado con el vino, con la cerveza y con el chupito hacen que lagrimees ya indiscriminadamente por todo, entre carcajadas, abrazos, chistes y recuerdos.
Y cuando llegas por fin a la cama, te quitas los zapatos, y te miras los pies, doloridos, hinchados, entumecidos, baqueteados, llenos de rozaduras. Exactamente igual que el corazón.