Mejor no saber
Actualizado: GuardarExisten dos tipos de espías: los de verdad, y los de sainete. Los primeros se distinguen (o más bien, no se distinguen en absoluto) porque saben pasar desapercibidos, los segundos sin embargo son visibles a la legua debido a que suelen dar el cante. Tal vez por tratarse de una profesión que no cuenta con un título universitario homologado ni reconocido (nunca he oído a un padre decir con orgullo: mi hijo estudia para espía; ya está en quinto), sus integrantes componen un gremio de lo más heterogéneo. Alberto de Mónaco, en su dilatada experiencia como hombre de mundo, ya debería estar enterado. Pero parece que no, porque fue a contratar a un espía de la segunda categoría (regional), esto es, a un tipo que lleva los cuellos de la camisa por encima de los de la chaqueta. Yo veo a un espía con esos cuellos a lo Tony Manero (con su correspondiente cadena), y al momento me lo imagino telefoneando a través de un zapato.
Alberto quería saber qué piensan de él los demás. Un gran error por su parte. Si hay algo que realmente hace soportable la existencia es que cuando hablan de ti a tus espaldas tú no te encuentras allí para oírlo. Permanecer ignorante ante la opinión ajena es la mejor garantía para conservar la alegría de vivir. Y, sobre todo, a los amigos. Lo malo precisamente es cuando te acabas enterando sin querer. Y eso en el diminuto Mónaco, que es como quien dice un patio de vecinos, debe de ser facilísimo. ¿Necesitaba Alberto un espía para saber que todo el mundo, menos sus amantes (y quizá no todas), le creíamos de la otra acera? Por lo visto sí, y permitió que este Mortadelo del espionaje monegasco montara una operación digna de Gila, bajo el título de Chucho callejero. Ahora ese chucho amenaza con morder a Alberto echándole encima toda la basura acumulada en sus inmundas pesquisas. En fin, como un espía de medio pelo dijo alguna vez... ¡Qué miedo saber tanto!