La trama
Actualizado: GuardarD ejen que cite de nuevo aquella deliciosa maldad que el periodista norteamericano H. L. Mencken dedicaba a los políticos pelafustanes: «La felicidad de verlos derrumbarse compensa y diluye la pena de verlos trepar». Qué maravilla. Me dirán que es un triste consuelo, pero qué le vamos a hacer. Todos los consuelos tienen un lado triste en este triste mundo. Por otra parte, lo mejor del 'caso Gürtel', desde que saliera a la luz allá por febrero, es el placer del suspense. La emocionante lentitud con que van apareciendo los datos un día tras otro.
Parece una novela por entregas. Un folletín pergeñado por un cuentista perverso que se regocija en la dosificación de los detalles más chuscos y crueles. El estilo pinturero de los personajes, la gomosería de sus actitudes y ademanes, la untuosidad de esos diálogos increíbles. Y luego, todo lo que se desprende de ahí: sus jactancias, sus caprichos, sus debilidades. Relojes de 20.000 euros y horteradas así. Cada cual comete los errores que le son propios. Ni siquiera en eso somos libres.
En eso menos que en cualquier otra cosa, me temo. Y estoy seguro de que es precisamente ahí donde nos desenmascaramos a nosotros mismos: en los errores y torpezas en los que incurrimos a nuestro pesar una y otra vez. De hecho, corríjanme si me equivoco, ni ellos mismos parecen poder creerse hasta dónde han llegado. Como si no tuvieran conciencia de lo que hacían. Como si les pareciera 'lo normal'.
Al principio, lo negaron todo como adolescentes pillados en falta. Ahora parecen sorprendidos de la magnitud que ha alcanzado el souflé. Hasta hace nada, la corrupción en España no sólo no se ocultaba, sino que se pregonaba en voz alta y se exhibía con arrogancia. Más que considerarla un delito, se la consideraba una tradición. Una manifestación cultural más de nuestra abigarrada idiosincrasia. Fíjense, durante los meses que ha durado el seguimiento periodístico del caso y el consiguiente conocimiento público de la trama, el PP ha ido ampliando sistemáticamente su ventaja en la intención de voto hasta la actual diferencia de 5 puntos. Respecto a eso, no puedo sustraerme a incluir otra enormidad del viejo Mencken: «Ningún desvarío democrático es más fatuo que el que sostiene que todos los hombres son capaces de razonar y que por tanto es posible convencerles mediante el uso de evidencias». Mencken opinaba que somos más sentimentales que racionales. Y en este país, al parecer, nos fascina el glamour de la corrupción.