CALLE PORVERA

¿Quién quiere un premio?

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Desde que el mundo es mundo, como dirían los antiguos, los premios, reconocimientos, menciones y demás han sido otorgados a aquellos que han destacado de forma meritoria y excepcional en cualquier ámbito de la vida. Esta es al menos la teoría, claro, pues luego siempre se sabe que existe el enchufao de turno o el beneficiado por oscuros intereses que acaba siendo tocado por la gracia divina de la potra.

Sin embargo, tanto los jetas como los realmente merecedores comparten un matiz fundamental: «han hecho algo» por obtenerlo (en pretérito perfecto compuesto). Pero como al final hasta lo más insospechado acaba pasando de moda, ahora resulta que los premios han de otorgarse a quien tenga la firme intención de cometer cualquier proeza o genialidad en un futuro hipotético. Desde esta premisa, a cualquier buen periodista podrían darle el Pulitzer porque total, seguro que entre sus prioridades está la de realizar algún día un trabajo alucinante.

También podrían otorgarle un Oscar a Sylvester Stallone, por qué no, ya que seguro que su firme intención es interpretar el papel más maravilloso del cine (si su acartonamiento aún le permite gesticular). Exageraciones aparte, no había que ser Rapel para aventurar cuando nombraron presidente a Barack Obama que los méritos iban a caerle del cielo, puesto que parecía que ya había que votarlo sin ningún tipo de reticencias por ser negro y encantador.

Lo que seguro que nadie podía imaginarse es que por darse tres paseos mal contados por alguna zona conflictiva y mostrar su deseo de paz mundial (¿quién no lo quiere?) iban a terminar por darle el Nobel. Esperemos, por lo menos, que ya que no hay vuelta atrás acabe haciéndose merecedor de tal distinción, aunque sea a posteriori.