LO QUE YO LE DIGA

Excesivas expectativas

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El de la Paz se lo vamos a dar al amigo Barack Obama, que tiene nombre de barracón, pero apellido de incertidumbre sobre si un conflicto irá a más... O no». Así se despacharon los otros días en Oslo, que es donde se da -con perdón- esta modalidad del Nobel. No vamos a entrar en disquisiciones sobre si es más o menos justo que le hayan mandado el galardón -que, por otro lado, ha perdido un poco de glamur desde que se lo entregan a organizadores de golpes de estado y a terroristas-. Y no lo haremos porque ya lo habrá hablado usted en casa, en el trabajo y en el bar. Lo que debe ocuparnos es este extraño empeño que tenemos en crearnos grandes expectativas -oiga, no haga chistes con Dickens- en excesivos ámbitos.

Debemos andar tan perdidos y desesperanzados que en cuanto llega alguien con buenas palabras, vamos y nos esforzamos en creerlas. Lo que le añade cierta simpatía es el verlo como a uno de los nuestros, del círculo al que nos sentimos adscritos. Ya era bastante difícil pensar que un hombre negro hijo de inmigrantes llegara a la presidencia norteamericana. Era la apuesta difícil, lo improbable. Y era cómodo sentirse identificado con el deseo de que sucediera a la dinastía Bush. Desde hace un año, se esperan grandes y buenos cambios, un sentir que no sólo es patrimonio de los EE UU, sino de todo el orbe y de parte del firmamento. Falta muy poco para que lleguen los agoreros de la mala sangre, ésos que decía Machado que eran mala gente que camina y va apestando la tierra. Aún es pronto para exigirle ese mundo mejor para nuestros hijos que prometió. Los grandes cambios, cuando se consiguen, exigen grandes esfuerzos y no menos tiempo. Este Nobel no es un premio, sino una faena, un palo atravesado en la rueda del cambio.