![](/cadiz/prensa/noticias/200909/01/fotos/860136.jpg)
Buena corrida de Juan Pedro
PALENCIA Actualizado: GuardarSalió buena la corrida de Juan Pedro. Bastante más buena que brava. Pero con detalles ricos para salpimentar la bondad, y que no resultara pajuna. Eso no fue sorpresa. Se vino arriba en banderillas el tercero de la tarde. Y el quinto. Y el sexto también. Cumplieron en el caballo los seis y el único que iba a escaparse escupido, ese sexto precisamente, cayó en manos de uno de los mejores picadores del gremio: José Manuel González. Impecable, secreto maestro. Le hizo un nudito al toro con la puya cuando pegaba el brinco blando del dolor y ahí se quedó el toro.
Los elementos de la bondad fueron la fijeza de los toros en los engaños, su son pastueño, su docilidad. Esa misteriosa inercia que hace a los juampedros parecer toros de encargo. Diseñados. Se quedó muy corto el primero, que descolgó con estilo caro. Escarbó un poco el segundo, de mansito son. Y lo hizo con reincidente reiteración el cuarto, que fue muy hermoso. Del catálogo de Veragua. Jabonero, 566 kilos bien repartidos, las palas blancas. Lo picaron muy atrás y severamente. No fue esa la causa de su comezón. Sería por otro motivo. Pero no es común ver a un toro escarbar incluso en el mismo momento de doblar, que fue el caso. La belleza no lo es todo en un toro. He ahí el más reciente ejemplo.
Trazo Limitado
Toda la corrida fue de muy lindo trazo. Mayoría de toros apaisaditos de cara: abiertos de cuerna. Sin exagerar. Pero lo suficiente como para animar a los tres matadores a torear por fuera más que por dentro. Lo hizo con más asiento que ninguno Rivera Ordóñez en el quinto. Pero abusó de los embroques despegados. De Rivera fueron los muletazos de mejor ritmo. También los lances mejor compuestos. O más templados. Y los más técnicos también: cuando hubo que tirar del toro, y llevarlo de abajo arriba, lució Rivera su oficio. Y el otro oficio, el de camelar con gitanería: los pases mirando al tendido, los desplantes. Sin embargo, quien de verdad prendió en el corazón de la inmensa mayoría fue El Fandi. No el mejor Fandi que pueda verse, pero sí el Fandi de las largas afaroladas, de las verónicas aparentes o virtuales.
El de los pares de banderillas como rayos y relámpagos, el de las carreras hacia atrás con embroques en el hocico, el del dedo magnético que, puesto en el flequillo, detiene el galope de un toro como si lo hipnotizara. Que, de tantas veces visto, llega a parecer muy fácil. Y no lo es.Alentado por muchos, Rivera se decidió a banderillear al quinto.
Dos cuarteos muy corrientes, primero, y, después, emulación de El Fandi, un intento de carrera cruzada por delante y pareo por la cara con salida a dedo. Y fue imposible: embroque forzado, los palos al suelo y un cacharrazo del toro en la mano cuando Rivera trató de darle la orden como suele El Fandi.
Facilón
El Fandi no se complicó la vida y hasta pecó de facilón. De irse por sistema al lomo al tercer muletazo de tanda, de calentar con el toreo de rodillas como si se parapetara tras la muleta, de pegar molinetes inesperados, de abrir más de la cuenta a dos toros de tan buen cuerda como los dos de lote. Hubo entonces una sensación de despilfarro. Dos orejas del sexto, una del tercero. Una bronca al palco que pretendió sin éxito negarle a El Fandi la potestad de prender un cuarto par de banderillas al sexto.
Menos agitado que otras tardes, menos dueño de la escena de lo habitual, El Cordobés cumplió con su cupo sin atragantarse ni terminar de resolverse. Cauteloso cuando no vio claro de qué iba la cosa con el cuarto, pero generoso para atender una petición de salto de la rana y casi «in articulo mortis» porque ya estaba el toro contra las cuerdas. Las tablas. Donde decidió morirse. Con el capote hubo serenos apuntes, una media muy bonita. Con la espada anduvieron los tres más que seguros. Sólo un pinchazo en seis toros. De Rivera al segundo de corrida. Cuatro orejas. Un tiro de mulillas perezoso, un lacero que no acertaba, un palco largo, un alguacil con amplia capa de terciopelo y forro de raso cobrizo, que debía estar muerto de calor. Treinta y cinco grados a la sombra.