Editorial

Prueba democrática

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Las elecciones presidenciales, convocadas en Afganistán para el próximo jueves día 20, constituyen una prueba de fuerza crucial para el asentamiento de las instituciones frente a la ofensiva talibán. El ataque suicida perpetrado ayer contra la sede de la OTAN y la embajada de EE.UU. en Kabul, que se saldó con al menos siete muertos y decenas de heridos, forma parte de los intentos integristas por sabotear el proceso electoral. Los talibán pretenden minar el camino hacia la normalización democrática de un país seccionado por divisiones ancestrales y por tradiciones de origen cultural o religioso que vulneran buena parte de los derechos consignados en las sociedades occidentales, especialmente de las mujeres. En Afganistán está en juego la seguridad en el mundo, puesto que la mera continuidad de la amenaza talibán podría convertirse en el fracaso del esfuerzo realizado para acabar con el reducto principal del terrorismo global tras el 11 de septiembre de 2001. Pero, junto a ello, en torno a los comicios del próximo jueves se debate la posibilidad de que la lucha contra el fundamentalismo pueda acercarse al ideal democrático de la igualdad ante la Ley. La mera celebración de las elecciones del jueves se convertirá en un triunfo para los objetivos que persigue la comunidad internacional y para las fuerzas afganas que tratan de normalizar el país según mínimos democráticos. El hecho de que la campaña electoral se haya abierto paso entre los insistentes ataques del terrorismo talibán representa ya un dato favorable a los pronósticos más esperanzadores respecto al futuro inmediato de Afganistán. Sin embargo, toda estrategia que se conforme con una democracia sumamente imperfecta en cuanto a la extensión igualitaria de los derechos civiles y sociales se verá abocada a que la amenaza fundamentalista anide en su propio seno. La apuesta por el pragmatismo del entendimiento con los sectores más dialogantes de las milicias tribales o de los talibán podría resultar eficaz. Pero más dudoso resulta que tal empeño llegue a surtir efecto mientras Kabul no represente una autoridad democráticamente asentada y en ningún caso dependiente del reparto en lotes del poder y de los principios en los que se fundamenta el nuevo régimen. La disputa por la presidencia de Afganistán entre Hamid Karzai y Abdulá Abdulá puede proyectar toda la apariencia de una liza común a cualquier democracia representativa. Aunque no es fácil saber qué situación genera más riesgos en cuanto a la estabilidad del país, si la de un candidato incontestable o la de una segunda vuelta obligada por el pulso entre ambos. A la espera del escrutinio definitivo, el mínimo preciso para que la normalización y la reconstrucción de Afganistán sigan su curso es que la participación electoral, aun diferenciando las zonas urbanas de los núcleos de población más dispersos, sea suficiente como para concluir que la mayoría de los afganos opta por la democracia.