Una cabeza de 50.000 dólares
Hace 75 años moría a tiros John Dillinger, el mítico gángster que encarna Johnny Depp en 'Enemigos públicos'
Actualizado: GuardarLa cabeza que había debajo del sombrero de John Dillinger valía 50.000 dólares. Eran 50.000 dólares de los años que siguieron al crack del 29, en los que no quedó cinturón en el que seguir haciendo agujeros; cada tarde quebraba un banco, la tierra no valía un chavo y los linces de la Bolsa no cuadraban el balance y tomaban un atajo por la ventana para acabar en el pavimento de Wall Street. John Dillinger se pasó la mitad de su corta vida a la sombra y la otra mitad retirando los ahorros del prójimo de las huchas que aún tenían algo dentro.
Entraba en los bancos a tiros y salía pitando. El FBI de J. Edgar Hoover le consideró el enemigo público número uno y reclutó una división exclusivamente dedicada a capturarle. En cada estación del país colgaron retratos suyos tomados desde dos puntos de vista, de frente y de perfil, que hicieron su cara tan popular que al final de su vida decidió disfrazar algunas cicatrices haciéndose un tosco retoque estético. También se quemó las yemas de los dedos con ácido sulfúrico para borrar sus huellas dactilares.
Una fama desmedida, en realidad, para el hijo de un tendero de Indiana que, si bien no anduvo corto de audacia, no dejó de ser un mangante de segunda, más cercano a los bandidos fronterizos que a los criminales organizados que habían consolidado sus siniestras industrias durante la Ley Seca y eran los verdaderos peces gordos.
Mañana se estrena en España Enemigos públicos, peliculón de Michael Mann en el que Johnny Depp se mete en la piel del enemigo público número uno. Christian Bale encarna al agente del FBI que consagró su vida a perseguirle. El director de Heat y Collateral reinventa el cine de gángsters y recrea el Chicago de los años 30 con una verosimilitud nunca vista.
En la Marina
John Herbert Dillinger nació en 1903 en Indianápolis. Se quedó muy pronto huérfano de madre y su padre, un cuáquero fanático que interpretaba la Biblia al pie de la letra, pensó que la mejor manera de enderezar a un chaval que le estaba saliendo torcido era moliéndolo a palos.
Al joven Dillinger no le gustaba el pupitre y progresó de manera natural por la pequeña delincuencia. Asaltó licorerías por botines de cuatro perras y robó coches para pasear a las novias los sábados por la noche, por lo que le tomó la medida a la silla que había delante del juez. Probó la decencia, pero no se le dio bien: no era mal mecánico y trabajó en un taller, pero no le gustó mancharse las manos, ensayó un matrimonio fugaz que no le sentó la cabeza y se alistó en la Marina, pero desertó a los cinco meses y volvió al camino torcido.
De tanto ir el cántaro a la fuente le terminaron por enchironar por robo con violencia. El inexorable oficio docente de la cárcel hizo el resto. Dillinger entró en prisión por chorizo y salió de atracador. En los diez años que pasó a la sombra intimó con Harry Pierpoint, un experimentado asaltante de bancos al que le sobraba el tiempo para enseñarle el oficio.
Cuando volvieron a ver el sol juntaron una banda y se pusieron al tajo. Debutaron el 17 de julio de 1933 en Daleville, Indiana, donde se llevaron 3.500 dólares de la sucursal del Banco Comercial sin disparar un solo tiro. A partir de ahí, Dillinger vivió peligrosamente durante el año escaso que le quedaba de vida. Su carrera de bandido de leyenda solo duró de un verano hasta el siguiente, pero fue desmesuradamente inflamada por una prensa con ganas de resucitar a Dick Turpin.
Aquel año, la banda de Dillinger salteó docenas de bancos y tuvo a la policía en los talones. Dejó en la cuneta compañeros muertos y acribilló a tres guardias, rompió algún corazón, le prendieron dos veces y las dos veces se fugó, una de ellas haciendo pasar por buena una pistola de madera tallada pintada con betún negro. La entelequia que llaman pueblo le coronó de héroe popular, el síndrome de ver a Robin Hood en donde sólo había un ratero, pero eran los años duros de la Depresión, una legión de desempleados aguantaba la cola para mendigar un cacillo de sopa de nada y a nadie le gustaban los bancos.
Traicionado
En verano de 1934 Dillinger estaba escondido en Chicago. Se hacía llamar Jimmy Lawrence, se había retocado el rostro, no tenía huellas y se había dejado crecer un bigote de bailarín. El 22 de julio, en el cine Biograph, en el 2.433 de la avenida Lincoln, ponían Manhattan Melodrama, una de gángsters con Clark Gable y Mirna Loy. Dillinger se llevó a dos chavalas a verla, una era su novia, Polly Hamilton, y la otra su amiguita, Anna Sage, que en realidad se llamaba Anna Cumpanas, una proxeneta rumana que estaba a un paso de la deportación. Cumpanas sabía que Jimmy Lawrence era Dillinger, con un precio de venta de 50.000 dólares en el mercado más una baza con la que negociar con inmigración, así que cantó La Traviata.
A la salida del cine Biograph, veinticinco agentes federales al mando del oficial Melvin El Nervioso Purvis, tomaron la calle. A las 22.30 horas, Dillinger salió del teatro y se dio cuenta de que una bandada de polis se le acercaba desde dos flancos. Se metió la mano en el bolsillo y recibió cuatro tiros. Todavía hoy se discute si iba armado.
Murió en el acto. Tenía 31 años y cuando los paseantes supieron que el cuerpo que yacía en la avenida Lincoln era el de John Dillinger empaparon sus pañuelos con su sangre. Y el mito heroico se consolidó de inmediato. Al padre de Dillinger le ofrecieron 10.000 dólares por su cadáver, pero no aceptó, aunque una semana después tenía montada una barraca en la que contaba, largo de aspavientos, las hazañas de su hijo por las ferias.
Hoy se sigue asociando su nombre a escapadas en Chevrolets de estribo y sombreros Borsalino. Los mitómanos siguen arrancando trozos de su lápida en el cementerio de Crown Hill, en Indiana, como si fueran piedras de la Gran Pirámide.