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El fútbol es para niños

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Cuando esto pueda leerse, el Xerez ya habrá superado la única frontera que, más allá de la toponimia, le separaba del Cádiz Club de Fútbol.

El equipo azulino, por primera vez en 61 años de trayectoria, ha conquistado la División de Honor. Ahora, los cadistas ya no podrán tirar de esa coletilla que, como un eslógan, decía «ellos nunca han estado en Primera».

Podrán aferrarse al número de temporadas en lo más alto, pero el argumento pierde fuerza cuando se ampara en las matemáticas y no en la historia. Cuesta trabajo dar con una excusa mejor que este momento para darle vueltas al virulento e irracional pique instaurado desde hace unos pocos años entre ambas ciudades.

Los menos ligados a la pasión balompédica pueden consolarse pensando que ese supuesto enfrentamiento es una cuestión meramente futbolera, que no trasciende, que es propio de mentes pequeñas que son capaces de clasificar a las personas según su involuntario lugar de nacimiento o por una nimia preferencia deportiva. No les cabe en las neuronas que esa antipatía tenga una aplicación real.

Sin embargo, cualquiera que analice honestamente su entorno, se puede espantar ante la extensión de este recelo. Hace mucho que sobrepasó sus únicos ámbitos tolerables (desenfadados debates de aficionados, bromas de barra o folklore costumbrista) para alcanzar los más cotidianos espacios. Que parezca injustificable, irracional y estúpido no cambia esa realidad, creciente.

Aunque se han convertido en tópicas, conviene recordar dos premisas sólo por situarnos. La primera señala que el rechazo nació únicamente de esa malinterpretada pasión deportiva. Las Sevillanas de Connecticut que una chirigota ilegal regaló a la posteridad coplera gaditana lo analizaba con tanto humor como lucidez. El fútbol, no sólo sirve de contenedor universal de metáforas. Su capacidad para generar filias y fobias es tan potente que incluso es capaz de contagiarlas a los que jamás han pisado una grada, para llevarlas a la facultad y la oficina.

Hasta en esos lugares (hagan memoria o pregunten en su entorno) se reproducen hace años episodios tan necios que al principio provocaban una sonrisa de incredulidad y distancia intelectual, pero que ahora producen muecas de temor e incomprensión.

La segunda premisa, mil veces comentada (y probablemente cierta) es que se trata de una porfía reciente, nacida en los años 90. Antes, los duelos entre ambos equipos eran tan históricamente inusuales que las aficiones apenas tenían ocasión de odiarse.

Bien es cierto que esa inquina de algún sector simiesco de la afición siempre existió hacia el vecino (sólo hay que recordar las pedradas de los años 50 y 60 con hinchas del San Fernando o el Algeciras para entender que lo triste es que no evolucionemos).

En cualquier caso, la edad de un problema no debe modificar su valoración ni exime de intentar aliviarlo. Erradicar lo más lúgubre del fútbol es un objetivo irrenunciable para los que adoran este juego-negocio-espectáculo.

Llegados a la certeza de que existe un conflicto gratuito y molesto, habrá que preguntarse qué lo originó y qué colaboró a que creciera. Como indica la infravalorada sabiduría de tabanco y esquina, el origen estuvo en el estadio y allí habría que volver para empezar a combatirlo.

Los asquerosos violentos que se ocultan, en pequeños grupos, dentro de los colectivos forofos y jóvenes de ambas aficiones deben ser los primeros elementos a erradicar. Esa gente no aporta absolutamente nada más que imágenes para llorar, como el asalto de bestias de amarillo a un matrimonio que trabajaba en el quiosco de la estación de Jerez, allá por 2005, o la cobarde exhibición del chulito de billar que le quitó la gorra al señor en la grada de Chapín. Por mencionar dos ejemplos entre cien.

La leyenda de la fidelidad y la rentabilidad del apoyo de ese tipo de seguidores se la acaba de cargar el Barcelona. Su directiva ha eliminado (contra amenazas y agresiones) la peor chusma que se ocultaba en sus fondos. A la vista de los brillantes triunfos del equipo culé (ya sin ese bastardo respaldo), queda claro lo que influyen las bengalas y las pancartas en que un club triunfe.

En segundo término, cabría reprocharles la situación a los que ha alentado ese mensaje de rechazo (más allá de la comprensible broma futbolera y del deseo de que ganen los tuyos o pierdan los otros) para que haya calado tanto entre sectores de población tan dispares.

Los medios de comunicación han hecho un flaco favor al objetivo sagrado de poder ir con los niños a cualquier partido en esta provincia. Algunos caricatos metidos a pseudoperiodistas han buscado el aplauso fácil con la inquina exagerada, a sabiendas de que conecta con los más bajos instintos de la grada. Es más fácil atacar al Cádiz o al Xerez, desde Jerez o Cádiz, que analizar el centro del campo de cada equipo, el maltrato crónico a la cantera, la discutible gestión de ambas directivas o conseguir informaciones de fichajes.

Algunos dirigentes políticos también se han apuntado al tren barato de hacer bandera del odio al rival. Desde Pacheco a Pilar Sánchez, quizás con alguna imprudencia de González Cabaña, varios se han sumado a un recurso propagandístico tan viejo como Olimpia y que viene muy bien para distraer del análisis de su responsabilidad real.

Entre unos y otros, hemos llegado a una situación que (habrá opiniones y gustos) resulta más desagradable de la cuenta. El Xerez Deportivo debería ser invitado al próximo Trofeo Carranza. Debería garantizar taquilla e interés, además de reconocer su histórica temporada. Pero, de pronto, alguien te despierta del sueño inocente. «Si viene el Xerez, no puedo ir con mi niña. Todo estará lleno de Policía a caballo y te puede caer un golpe», dice un buen aficionado y un buen tipo. Y tiene razón. Y piensan igual miles de personas. A eso hemos llegado. A que una cita que pone el fútbol en segundo término y prima la fiesta no pueda recibir a un equipo vecino por el temor que inspiran algunos visitantes y algunos anfitriones.

En algún momento habrá que empezar a tratar de invertir la tendencia. Este no parece malo. Es sólo fútbol. O era sólo fútbol y ni en ese apasionado ámbito tiene mucho sentido el odio. Fuera del estadio, sencillamente, ridiculiza al que lo manifiesta. Enhorabuena a los xerecistas. El equipo se lo ha merecido. Yo quería que subiera el Cádiz. Era imprescindible. Lo que hagan los demás.

Pero al margen de resultados, ascensos y descensos pasajeros, a las dos aficiones les queda un objetivo común pendiente y aún lejano: que un niño pueda venir al Carranza con una bufanda azulina al cuello, que un estudiante pueda pasearse con un polo del Cádiz por la calle Porvera.

Puede que sea una cándida utopía pero algunas veces encierran mucho más sentido común que la realidad. A sabiendas de que la estupidez y la brutalidad ya eran pandemias antes de que existiera la Organización Mundial de la Salud e incluso los clubes de fútbol.