MAR ADENTRO

El cádiz, pueblo elegido

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Seydou Keita, el futbolista que divide su corazón entre Mali, Francia y el Barça, está convencido de que Alá quiere que los azulgrana ganen la Champions. Lo que no precisa es la sura coránica que le ha inspirado semejante convicción religiosa; que, por otra parte, guarda una estrecha relación con la profecía que verbalizó el pasado domingo Teo Vargas, cuando ante los micrófonos de la Ser dio por sentado que Dios quería que el Cádiz hubiera ascendido después de su heroico vía crucis y del partido que disputó en Irún. Bajo esta misma secuencia de pensamiento, ¿querrá Dios que también ascienda el Xerez o que ese equipo del pueblo de al lado dispute este verano el Trofeo Carranza, en lo que constituiría todo un encuentro ecuménico del fútbol provincial?

Si el público suele ser el jugador número 12, a Dios le correspondería la camiseta número 13; un número que a primera vista guarda más relación con el diablo, creo yo, que sin embargo suele lucir el dorsal 666 en sus encuentros internacionales bajo el arbitraje de algún colegiado en exorcismos. Si Dios quiere que el Cádiz ascienda y que hoy gane el equipo de Pep Guardiola, ¿querrá decir que también quiere que otros equipos desciendan o pierdan? ¿O es que los otros equipos han elegido la franquicia de dioses de segunda categoría como Yavhé o Gautama El Buda?

Yo apuesto por la primera de estas posibilidades, esto es, que los cadistas constituyan realmente el pueblo elegido, la tribu perdida de Israel. Y es que si sabemos desde hace mucho que el Barça es más que un club, el Cádiz es algo más que un simple equipo de fútbol, es una actitud ante la vida y un bucle en el espacio-tiempo: suele estar en el lugar más inoportuno de la tabla en el momento menos adecuado para sus intereses.

Y siempre lo salva la intervención de la mano divina: recordemos cuando las sanciones desaparecían como por arte de birlibirloque cuando hacía alguno de sus célebres apañitos el llorado Manuel de Irigoyen. ¿A qué estamos esperando para contratar a un buen abogado del diablo que garantice que fue todo un milagro propiamente dicho aquella Liguilla de la Muerte que se sacó de la manga para evitar el descenso a Segunda del Submarino Amarillo? ¿O que su intercesión ante el panteón de los dioses béticos fue decisiva para que no se consumara otro descenso? Y si el año pasado los rezos del Fondo Sur y el Fondo Norte no lograron, al unísono, que su espíritu modificara la decisión del Comité de Competición de la Real Federación Española, a tenor de la denuncia del Cádiz por alineación indebida del Hércules, no fue por culpa de nuestra falta de fe o porque no le pusieron suficientes velas a la estampita del santo. Seguro que en aquel entonces el barbudo del ojo en mitad del triángulo vivía en Alicante y, de un tiempo a esta parte con lo que ganó fabricando losas en Castellón, se ha instalado en un coqueto pisito de Cádiz-Cádiz, de esos que han rehabilitado los asustaviejas.

Y ya se sabe que Dios, Alá y el resto son unos convenidos, que cambian de chaqueta y de pueblo elegido, como si tal cosa. Y que especialmente el nuestro, el de toda la vida y no ese que anuncian los mormones, se va con el primer pirómano que le prenda fuego a unas zarzas o salte una reja para sacar a hombros, entre empellones, a su mismísima madre.