La Bernarda y De Bernardo
La chapucera desaparición de miles de millones de pesetas en La Isla ilustra el deterioro que sufre el concepto de responsabilidad
Actualizado: GuardarTenemos una tendencia generalizada a considerar que cuando una empresa fracasa, todos sus miembros son responsables por igual o, al menos, de forma relativa.
Da igual que se trate de un comercio, una gran factoría, un equipo de petanca o una institución pública. Esta interesada perversión de la solidaridad, que tanto conviene a los que más cobran y toman las decisiones unilaterales que pagamos todos, ha alcanzado cotas ridículas durante esta tormenta que amenaza con ahogarnos sin supervivientes.
Se ha impuesto la creencia de que los beneficios (sueldos, regalos, primas, privilegios...) son particulares e individuales, pero los perjuicios (quiebras, estafas, despilfarro, desempleo, cierres patronales...) son colectivos. Para cobrar, yo el primero. Para pagar el pato y dar la cara, el más tonto, el más débil. O, en último caso, todos a una, todos a la vez. Como si cobrásemos o decidíeramos del mismo modo, en idéntica proporción. La idea se extendió mucho antes de que nos faltara trabajo, valor y vergüenza.
Ahora, se hace omnipresente pero ya éramos así de mierdas cuando nos iba mejor. Lo que pasa es que cuando hay billetes a repartir, los pecados se disculpan con más facilidad. Sin embargo, como dice un refrán francés y cantó El último de la fila: «Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana».
En estos momentos, resulta mucho más complicado tenerle cariño, siquiera respeto, a responsables públicos que admiten, con una carita de pena que sale gratis, que han desaparecido 1.300 millones de pesetas de las cuentas públicas que alimentamos todos.
Una isla, un boquete
El esperpento, que no cesa, ha tenido lugar en San Fernando. Pero no nos engañemos, podría reproducirse con el único cambio de los nombres en Diputación, Junta, Gobierno y cualquier otro consistorio. Es una tara cultural que hemos incubado durante dos décadas consagradas a la deformación moral de varias generaciones alimentadas a base de la mayor desorientación educativa y ética (si no son sinónimos) que imaginarse pueda. Ahora, nos vemos rodeados de listillos e irresponsables cuando más difícil tenemos el reparto. Así, no es de extrañar que seamos los que más vamos a profundizar en el boquete y los que tenemos pinta de salir los últimos.
Yo no he sido
Los protagonistas del más reciente y mayor ejemplo son el alcalde de San Fernando, Manuel María de Bernardo, y su antecesor, Antonio Moreno. El primero, que ha estado allí desde antes de que cambiáramos de milenio, admitió esta semana que faltan siete millones de euros de «las cajas». Y se quedó tan pancho. Como si hubiera venido Flash Gordon para llevárselo en su nave interestelar.
El regidor isleño pasaba por ser (al menos para los pocos que aún leen información política) una de las cabezas mejor diseñadas de la cosa pública provincial; un técnico de consistente formación y experiencia, que ha sido durante lustros concejal de asuntos importantes y ha llevado las cuentas de la Corporación Provincial. Parecía más gestor que ideólogo... qué cabe esperar de los demás.
Pues este hombre, al que se le ha confiado el gobierno de la histórica ciudad isleña, sale ante los ciudadanos y admite que faltan 1.300 kilos. Que no los encontramos. Que no sabemos. Que estamos mirando. Culpan a dos funcionarios, en la mayor exhibición de impudicia vista recientemente en la Bahía.
¿Quién supervisaba el trabajo de esos dos, y el de la delegada de Economía y Hacienda, y del tesorero, y el del interventor? ¿Qué estaban haciendo todos, ellos y sus superiores? ¿Quién consintió su acción u omisión? ¿Quién debe fiscalizar el trabajo del funcionario, y del tesorero que fiscaliza al funcionario, y del interventor que fiscaliza al tesorero y del concejal que fisacliza a todos ellos? ¿Quién tiene la responsabilidad de controlar, u ordenar controlar, las cuentas de un gobierno municipal? ¿Quién ha permitido que pasen tres días o tres años sin recontar, como El ávaro de Mòliere, el dinero de todos los isleños? ¿Cómo puede admitirse tal descontrol cuando se acepta que se detectaron irregularidades hace años? ¿Quién es el responsable último de toda la estructura? ¿Quién ha permitido que tanta panoja se guarde ¡en metálico! en cajitas, en cajones, manda cojones, en pleno siglo XXI?
Puede que sea mi vecina Carmeluchi. O el defensa del Real Madrid que sufrió un ataque de enajenación transitoria en área propia y se ha metido solito en el próximo ERE de la plantilla blanca. Pero... ahora que lo pienso. Igual, no. Igual el responsable va a ser el mismo alcalde que lo denunció públicamente, el máximo representante de todo lo correcto e incorrecto que pase en un Ayuntamiento para el que le eligieron como autoridad máxima, para dirigir y controlar. Para redondear la prostitución y burla del concepto de responsabilidad, aparece Antonio Moreno, el anterior regidor, y dice que «los políticos no se han llevado nada». Acabáramos. Como si denunciar el caos que han consentido les eximiera de estar en las andondas mientras otros se lo llevaban. Como si algún otro cargo superior tuviera el encargo último de velar porque nadie se quede con nada. Como si fuera tolerable que digan que quizás falta dinero ¡¡¡desde 2003!!!
¿Qué han estado haciendo estos seis años? ¿Qué labor era tan importante como para hacer dejación de la sagrada misión de saber cómo y dónde están las perras que sueltan mis conciudadanos isleños, más o menos a escote, para pagar sus servicios municipales?
Lo que podríamos hacer
Es innecesario caer en la demagogia de calcular qué podríamos hacer con todo ese dinero, a quién podría servir o ayudar. Quizás, parte del error sea pensar que ahora, con la que está cayendo, esa pasta debiera estar en una cuenta, al servicio de todo el mundo que la puso ahí. Es una equivocación, porque ese dinero tendría que estar controlado, bien usado y en su lugar correspondiente ahora y antes, en la miseria y en la prosperidad, aunque nadáramos en la abundancia. No podemos ser honrados cuando falta y negligentes cuando nos alcanza. La honestidad no puede ser circunstancial. Entre otras cosas, porque acabamos de comprobar lo fácilmente que se pasa de la riqueza a la quiebra, en sólo diez meses.
Acabamos de contemplar que cuando no se tienen claras las responsabilidades ni las obligaciones, cuando sólo se es el primero para la foto y para cobrar, es fácil caer en el chiste fácil y cambiar el género del dicho: «Esto es el coño de la Bernarda».